* Tolerancia, respeto, derechos… todo esto, tan mencionado en nuestros días no puede, no debe significar, de ninguna de las maneras, una concesión al relativismo epistemológico o moral, tan defendido y solicitado en nuestra sociedad, bajo pretexto de la necesaria convivencia entre las diversas culturas y mentalidades que configuran nuestros pueblos y ciudades. La defensa de aquellos valores, que sin duda lo son, no está vinculada de manera obligatoria a la confesión de un agnosticismo, más o menos técnico, que terminaría por contradecir, en el fondo, la pretensión intelectual que todo hombre tiene por conocer la verdad, en el ámbito de la vida que sea.
* En efecto, ser persona significa, entre otras cosas, precisamente esto: el hombre no se contenta con observar, leer o analizar las cosas que le rodean hasta el punto de poder explicarlas, sino que dirige con mayor interés –vital- la mirada hacia lo profundo de sí mismo. Ahí descubre el peso de su conciencia, el valor de la abstracción técnica y artística, su capacidad de desear y proyectar el futuro, la angustia frecuentemente sentida ante la certeza de su irremediable final, la muerte, y frente a ella la llamada a la responsabilidad.
* Con todo, no son pocos los que, motivados tal vez por las recientes aportaciones de la física y la neurociencia, la biología y la psicología, e incluso de la sociología, se ven conducidos a afirmar que no es para tanto. La ecología engrandece la importancia de cuanto nos rodea (¡y está muy bien hacerlo!) pero con frecuencia al precio de rebajar la que el propio hombre tiene: uno más entre muchos seres vivos, el hombre se ve reducido, en la teoría y en la práctica, a una estructura más dentro del conjunto de las estructuras que componen este mundo.
* Por esto resulta urgente y necesario que el hombre vuelva sobre sí mismo, para recoger el reto del sentido de su propio vivir. Ningún otro ser vivo sobre la tierra puede hacerlo por él (tampoco como él). El hombre, por rudo que sea, no puede dejar de atender a las preguntas fundamentales que afectan a lo más hondo de su personalidad; el hombre, por inculto que sea, no debe renunciar al cultivo de su propia subjetividad. Vemos y tocamos cosas que están fuera, pero nos cuesta adentrarnos en lo que resulta ser más íntimo que todo eso: nos cuesta la flexión sobre lo más profundo de nuestro ser, la identidad de nuestra alma humana.
* Habitado por un deseo infinitamente mayor, de “siempre más”, el sujeto humano experimenta su continua insatisfacción ante cada una de sus vivencias cotidianas. Deseo que manifiesta una necesidad, necesidad que, en principio, satisfecha, da paso a otro deseo, esta vez mayor; y así sucesivamente, pues este movimiento interno de nuestro corazón no se detiene jamás. Tras esta dinámica podemos reconocer, con san Agustín, el deseo de otra cualidad de nuestra vida, el deseo de la felicidad. Seres de deseo, se equivocan los hombre cuando sólo andan tras la búsqueda de tener más, ignorando que se trata, en el fondo, del deseo de ser más. Atender la necesidad interna de este deseo existencial implica toda una verdadera responsabilidad.
* Lejos de identificarse con una especie de indeterminación confusa, que terminaría por disolver y anular lo más propio del hombre, al modo de algunas tradiciones orientales, el deseo de infinito que anida en el corazón personal del ser humano no puede ser coherente sino cuando se encamina al encuentro de otra realidad personal. Pero ninguna de este mundo colma, en absoluto, aquella búsqueda permanente antes mentada. Es el barrunto de un eterno y absoluto bien que nos supera, pero que atisbamos en nosotros mismos: se puede negar o ignorar, pero con ello no se anula, de hecho, la sed de Dios.
* Sólo en virtud de nuestra libertad originaria, de esa fuerza misteriosa que define al ser humano entre todos los demás, podemos atender al desafío de dotar a nuestra vida de un sentido verdadero, así como contribuir a que los demás lo hagan, desde el compromiso responsable con aquellas realidades que encontramos y que carecen de ella. Nuestra vida está plaga de pequeñas y grandes elecciones, pero tras ellas, es una especie de orientación fundamental la que las entreteje, dotando de unidad y alcance moral a todo nuestro humano existir. Más allá de lo que cada vez elegimos, es a nosotros mismos y un modo de vivir lo que elegimos: ante el espejo de nuestras decisiones, el sujeto que somos se acepta o se rechaza, conduciendo sus pasos inmediatos hacia aquella meta trascendente en la que ha cifrado el propio y definitivo bien: su desarrollo personal, su definitiva felicidad. En el ejercicio responsable de su propia libertad, todo hombre está llamado no sólo a usar las cosas y herramientas de que dispone o a responder de las tareas a él encomendadas, sino principalmente a encarar ese asombroso proyecto personal en que consiste su propio existir.