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El elemento voluntario en el acto de fe.

El elemento voluntario en el acto de fe.

30 enero, 2020 Juan Carlos García Jarama 0

* Ya hemos visto que la fe consiste en un asentimiento de nuestra facultad intelectual a una verdad (divina, en el caso de la virtud teologal), propuesta como tal. El contenido de esta verdad revelada, nos ha venido ofrecido y avalado, en última instancia, por el testimonio mismo de Dios, manifestado en la historia de muy diversas maneras, pero plenamente en su Hijo Jesucristo. Ahí reside, como vimos, la infinita superioridad de este anuncio, pero a la vez la oscuridad de nuestro modo de conocerlo. No tenemos visión inmediata, no tenemos evidencia infalible en la contemplación de lo que escuchamos. Es por esto, por el hecho de que la inteligencia permanece como privada de su objeto natural, por lo que se necesita el concurso de otra de nuestras facultades humanas, la voluntad, para asentir con todo nuestro ser.

* Es cierto que la voluntad no posee el peso fundamental, principal, en el acto de fe: este reposa en la autoridad suprema de un Dios que se revela. Los motivos de credibilidad, analizados con anterioridad en otros textos, vienen en ayuda de nuestro entendimiento para garantizar la realidad objetiva del testimonio divino. ¿Acaso no resulta creíble el hecho de que un Dios que ama infinitamente, ofrezca pruebas proporcionadas a la infinidad de su amor y a la infinidad de su poder? Aunque el cristianismo resulta “necio” para el hombre moderno, demasiado “razonable”, no puede menos que aportar al mundo la locura de una sabiduría de orden superior.

* Pero, entonces, ¿cuál es el papel de la voluntad a la hora de creer? Por una parte, la voluntad aplica nuestra facultad de conocimiento, bien a la consideración de su objeto, bien a la consideración del método para aceptarlo, bien evitando los obstáculos que puede encontrar dicho proceso cognitivo. En efecto, las disposiciones del sujeto juegan un papel importante en el ejercicio de la inteligencia, y llegan a crear una proporción o simpatía entre el objeto y el mismo sujeto. Pero por otra parte, y supuesto que la inteligencia se haya aplicado a su propio objeto, la voluntad puede, finalmente, rechazar o acoger el don de Dios.

* La inteligencia no es una facultad libre, si así podemos decir. De hecho, ella no puede rechazar cualquier evidencia que se le presenta, sea en el orden de la intuición (sensible o intelectual), sea como resultado de una correcta argumentación. Pero hablar de la fe es hablar de otro tipo de verdad: la inteligencia no está determinada, pues no tenemos evidencia de Dios, ni tenemos de Él una clarísima visión, que nos obligara a asentir; ella permanece libre, de manera que ha de recibir el influjo de la voluntad para acoger la verdad del mensaje propuesto. Aunque es la misma autoridad divina la que se esconde en todo este proceso de manifestación, el hecho de que sea mediante la fiabilidad de su testimonio, y no mediante la constatación evidente de nuestra inteligencia, hace del empuje de la voluntad una fuerza del todo imprescindible.

* Esto no significa, no puede significar, que la voluntad sea caprichosa o completamente ciega. No sería digno de nuestra condición humana, racional, una entrega confiada e incondicional, sin que mediara el ejercicio mental de analizar la propuesta y asumirla de un modo coherente. Si el objeto de la fe se presenta al entendimiento como una verdad, se presenta al mismo tiempo a la voluntad como un supremo bien. El espíritu humano capta el objeto de la fe como su propio objeto, bien supremo, y por ello mueve a la inteligencia a creer.

* En el fondo podemos decir que se trata de un acto de toda la persona, en el que la circularidad y complemento de nuestras facultades pone de manifiesto la grandeza no solo del objeto aceptado, sino también del acto del sujeto por el que lo hacemos nuestro. La inteligencia nos muestra que creer es un gran bien, útil y necesario, para nuestra salvación. En consecuencia, nosotros podemos decidir creer, a pesar de las múltiples dificultades que nos asalten en el camino. La decisión última de la voluntad no es absurda ni carente de argumentos, sino que se apoya y se justifica porque la persona ha entendido que la fe es un bien.

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SOBRE EL AUTOR

Juan Carlos García Jarama
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Juan Carlos García Jarama, nació en Toledo el 30 de mayo de 1967, y es sacerdote diocesano desde 1992 de la Archidiócesis Primada. Ha desempeñado diversas tareas pastorales. Tras licenciarse en Filosofía por la Pontificia Universidad de Comillas realizó sus cursos de doctorado en Roma, y defendió la tesis Finitud, carne e intersubjetividad. La estructura del sujeto humano en la fenomenología material de Michel Henry, en la Pontificia Universidad Lateranense, obteniendo la máxima calificación (Suma cum laude). Desde 2004 ha alternado diversos servicios pastorales con la docencia de la Filosofía, impartiendo diferentes asignaturas y cursos en varios centros, tanto eclesiales como públicos. Actualmente se encuentra, con una cesión temporal, en Córdoba, como profesor de Filosofía en el Seminario Mayor, San Pelagio, y en la Escuela Universitaria de Magisterio Sagrado Corazón. Junto con la docencia, la pastoral universitaria constituye una de sus tareas prioritarias en la diócesis andaluza.

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