* El mundo moderno se parece cada vez más a una inmensa aldea global, en la que se exige la colaboración de todos para el bien común. La coexistencia tolerante entre las diversas razas, culturas y religiones se ha convertido en una necesidad ineludible para nuestra sociedad contemporánea. La ampliación de nuestro horizonte vital ha transformado nuestra actitud respecto a los demás. Cada vez se impone más el respeto, la apertura y el diálogo con el que es diferente, en lugar de su rechazo, el recelo o la sospecha. El problema de la tolerancia, tan viejo como la convivencia humana, va tomando un sentido nuevo en nuestros días.
*Frente al sentido que la expresión tenía en la antigüedad (más de aguante pasivo y paciente ante lo considerado como un mal para la propia convicción), la tolerancia se reviste hoy de un alcance más positivo. La tolerancia civil es un elemento constitutivo del ideal de sociedad democrática: se basa en el reconocimiento de la igualdad de todos los hombres, así como en la defensa de sus derechos fundamentales. Pero no son pocos los lugares en los que la Iglesia hoy aparece como la principal –cuando no la única- defensora del respeto a la libertad de las conciencias y promotora de los derechos humanos, a partir de las exigencias del bien común.
* No podemos identificar esta tolerancia, requisito indispensable para la convivencia, con la simple indiferencia doctrinal, es decir, con un relativismo que se adueña de la inteligencia una vez que se renuncia al conocimiento de la verdad, religiosa o moral. Tampoco equivale a la absoluta independencia de nuestra conciencia creada, a la hora de determinar por sí misma lo que está bien o mal: donde impera la duda escéptica se impone no el diálogo fecundo, sino el enfrentamiento de diversas opiniones. La tolerancia no puede consistir en confiar sin más, de manera acrítica, la soberanía a una mayoría muchas veces indocumentada o poco formada, a fin de que decida sobre lo que es bueno o incluso lo mejor.
*Por mucho que el desarrollo de la ciencia y la política haya conducido a un sentido crítico de la autoridad, a la afirmación de la autonomía entre el orden social y el espiritual, así como a una visión desacralizada de esa misma autoridad, no podemos conformarnos con una concepción absolutamente privada (y escondida) de la fe y la religión, como si fuera el único camino para garantizar la convivencia social. Vale que no se deban confundir los órdenes de la realidad ni, por ende, imponer determinados criterios de una creencia particular; pero no se puede dividir la intrínseca unidad del hombre real, que es interior y exterior, individual y social, creyente a la vez que miembro de una sociedad.
* Digámoslo una vez más: la tolerancia civil defendida y reclamada por la sociedad contemporánea, y sostenida también por la Iglesia, nada tiene que ver con un indiferentismo moral o religioso que termina por renunciar al criterio del bien y de la verdad. En la esencia del cristianismo está su dimensión misionera, es decir, el deseo que todos los hombres lleguen al conocimiento de Cristo Dios y se salven, que brota de la firme convicción de haber recibido, en el evangelio, el depósito de la Verdad. Pero hemos comprendido, y está hoy fuera de duda, que la fidelidad a dicha misión no supone el recurso a la violenta imposición. Aun cuando el respeto a la libertad individual lleve consigo la posibilidad del rechazo, o incluso la descarada oposición, ese será siempre el riesgo de la Iglesia, que también Dios ha jugado toda vez que su gracia viene ofrecida al hombre pero nunca impuesta. Lejos de considerar al otro como un enemigo o un competidor, la visión cristiana nos permite descubrir en él un compañero de camino, necesario para construir nuestra civilización.
* Respetar al otro, en su alteridad singular, significa humanizar las relaciones intersubjetivas: el cristiano enriquece esta relación, propia de la virtud de la justicia natural, con el ardor de la caridad sobrenatural. La oferta cristiana no avasalla, sino que ofrece e ilumina los diversos modos de organizar la vida social, dando y reconociendo a cada uno la posibilidad de seguir los dictados de su propia conciencia en libertad. Ahora bien, este espíritu de tolerancia, si quiere ser auténtico o eficaz, debe poder exteriorizarse en un estatuto jurídico y social, o sea, en un régimen de convivencia real. No basta con que no se obligue a nadie a abrazar determinadas posturas o creencias, políticas o religiosas; un régimen verdaderamente tolerante debe favorecer que cada uno tenga libre acceso a la profesión de sus ideas, sin que se vea entorpecido por presiones del tipo que sea.