* No son pocos los que hoy, herederos del pensamiento de Comte, sostienen que la idea de Dios corresponde a un estado infantil de la humanidad, a un nivel de subdesarrollo mental. El hombre, en esta situación, dirige su mirada a una realidad sobrenatural para dar cuenta de los efectos naturales. Fetichismo, politeísmo o monoteísmo son, a fin de cuentas, los diversos momentos de la misma situación. También el mundo del niño se caracteriza por el recurso a la leyenda y a la fábula mágica: por inocente que el recurso sea, no deja de ser una situación provisional y de transición. Así con la religión.
*Como la infancia da paso a la adolescencia en la vida de los hombres, así el estadio teológico es reemplazado por el metafísico. Aquél recurso a lo sobrenatural se dirige ahora a la naturaleza misma de las cosas, pero se queda en un nivel de abstracción filosófica.
*Lo mismo que es necesario que el joven alcance la madurez plena, así la sociedad debe abandonar la situación anterior para desembocar en la seguridad que proporciona la ciencia empírica por el conocimiento positivo de las cosas. La mirada abstracta y universal a las causas últimas, propia de la filosofía, cede su puesto a una mirada efectiva que, por la observación, analiza y descubre las leyes inmediatas de la vida. Sin un conocimiento absoluto y radical, este estadio positivo proporciona un conocimiento relativo al alcance de nuestros sentidos. Es la suficiencia de un saber positivo que se erige, a sí mismo, en la última palabra para dar cuenta de la vida de los pueblos, no sin una alta dosis de cierto dogmatismo infundado. Pero aunque la historia conoce cambios continuos y progresos, la idea de Dios no desaparece, más aún, renace con variados matices en las diversas culturas y lugares.
* Es curioso cómo este modo de pensar, sin poder ignorar la sed de absoluto escondida en el corazón del ser humano, lo que hace es pervertirla, transmutar su valor: sin otro Dios al que adorar, al final es la propia humanidad, la propia ciencia, la esencia de la nueva religión. De este modo la aspiración trascendente del sujeto humano y su impulso primitivo queda recortada y condenada al servicio de una realidad puramente inmanente, absolutamente incapaz de saciar el sentido religioso. Aun cuando la ciencia explica y sirve de mucho provecho al hombre, no siempre satisface las inquietudes más profundas de su existencia terrena. De hecho, un pueblo podría gozar de un nivel altísimo de desarrollo tecnológico y científico y, sin embargo, despeñarse por el precipicio de la más nefasta deshumanización.
* Este argumento positivista, cientificista, más que atacar de frente la existencia de Dios, lo que hace es intentar justificar la aparición de su idea. En su trasfondo la canonización del progreso hace de esta ley indefectible un itinerario cierto y seguro hacia una situación positiva y mejor. Lo cual es, de suyo, al menos cuestionable: pensar que cada invento que aparece o cada descubrimiento que la técnica nos ofrece, es sinónimo de mejorar la vida y, por tanto, de la inutilidad de Dios, es ir demasiado lejos en la pretensión, o dejar la realidad humana demasiado cerca de una burda significación.
*Por último, hay que añadir, una vez más, que confiar en la ciencia no significa renunciar, necesariamente, a todo conocimiento universal, absoluto, último: la propia ciencia lo pretende, de alguna manera, cuando busca verdaderas causas que permitan no sólo describir sino también predecir y dominar. Por otro lado, la metafísica no se presenta como un saber opuesto al de la ciencia sino distinto y, por tanto, complementario. Donde termina la observación de lo mensurable, empieza la especulación acerca de su fundamento último.