* El ateísmo reciente, casi ambiental, parece haber dado la espalda incluso a la formulación teórica y haberse echado, sencillamente, en manos de una cómoda postura de indiferencia. El problema de Dios, en otro tiempo central en la especulación filosófica, ha dejado de serlo por carecer, en verdad, de contenido real. Ahora se trata de luchar por un mundo más justo, más humano, se dice; es la hora de hacer algo no ya por el hombre (al fin y al cabo, imagen y semejanza de Aquél), sino por la Naturaleza, por el Ecosistema y por aquellas especies en peligro de extinción. Esta opción, que se presenta como una postura vital, como una reacción también afectiva y conductual, inspira la literatura actual, el arte, la interpretación de las ciencias humanas, la política y hasta la legislación civil.
* Sea en nombre de la ciencia o de la libertad del hombre, de su afán hedonista de autosuficiencia o de su rebeldía ante el problema del mal, de su preocupación por los problemas cotidianos de los hombres o de su comportamiento material, lo cierto es que el ateísmo, como fenómeno social, no puede dejar indiferente al creyente si éste entiende que el dinamismo propio de su misma fe implica la necesidad de razonar su asentimiento, así como la urgencia de iluminar a quienes piden argumentos de credibilidad. Más, si cabe, cuando entre los múltiples motivos de la generalización de este rechazo hemos de situar la crítica inconformista ante una religión vivida de manera incoherente o contradictoria. El creyente puede encontrar en el ateísmo una ocasión providencial para un sincero examen de conciencia.
* Dios no es, ni puede ser presentado como enemigo de la voluntad humana, como su coacción represora o su amenaza permanente de castigo. Consecuencia de aquel voluntarismo nominalista, Dios ha aparecido frecuentemente como el único agente de la historia y de la salvación; más aún, como la única causa del destino humano. El ocasionalismo, que de ello se desprende, entiende la vida del hombre como mera ocasión en la que Dios interviene, como único protagonista. No es extraña, entonces, la consiguiente oposición entre libertades, la infinita de Dios y la humana, contingente. Un correcto entendimiento de lo que es nuestra libertad, en su encuentro con el divino concurso, deberá ser estudiado por la filosofía e iluminado por la teología.
* El ateísmo contribuye, por otra parte, a desmitificar la idea de Dios y a purificarla de toda clase de añadidos antropomórficos que hacen del ser supremo una especie de superstición ingenua, impropia de nuestra era. En este sentido, no son pocos los que piensan que el cristianismo, y la fe en un Dios trascendente, ha construido una sociedad inmadura, infantil, pueril: hablar de milagros, de adoración, de cielo o de condenación en un tiempo tecnócrata, como lo es el nuestro resulta, sencillamente, intolerable.
* En realidad, la catequesis debe construir y fortalecer nuestra fe, avivar el coraje de creer. Y ello pasa por afrontar las dudas y cuestiones que nos salen al encuentro. No está prohibido preguntar ni preguntarse: como dice Schönborn, las cuestiones que no se plantean tienen el riesgo de no saber responderse. ¡Y hemos de estar prontos para dar respuesta de nuestra fe! Aunque el camino de la fe implica oscuridad, para el hombre que peregrina en este mundo, plantearse los motivos y ahondar en las razones permite a los creyentes adentrarse en la espesura del Misterio de un modo auténticamente personal y vivo. No digo que se reduzca todo a una cuestión meramente intelectual, pues las cosas de la fe conciernen al hombre entero, y traspasan la existencia entera. Pero cuanto mejor se conoce, más se ama lo que se conoce.