*Algo hemos dicho acerca de la compatibilidad entre la ciencia de Dios y el comportamiento libre del hombre, entre su conocimiento absoluto y nuestra vida. Ahora añadimos un aspecto nuevo. El concurso divino, recuerdo, consiste en la causalidad de Dios aplicada a la acción de las criaturas. Dicho de otro modo, es la influencia que Dios ejerce continuamente, no sólo para darnos el ser (creación), sino para movernos a obrar conforme a nuestras facultades. En efecto, Dios nos comunica el poder obrar y, además, lo conserva; más aún, lo conduce a la producción de muchísimos efectos que son el resultado de nuestras capacidades. Pero si esto ya lo vimos al hablar de los atributos divinos, ¿dónde reside la novedad que hoy quiero subrayar? Precisamente en la objeción que dicha afirmación puede provocar a lo hora de considerar su encuentro con la libertad del hombre: si Dios es la causa de nuestro ser y también es la causa de nuestro obrar, ¿dónde queda nuestra iniciativa, dónde nuestra responsabilidad?; ¿son suyos, acaso, nuestros actos? Parece que estamos ante un dilema: o bien la acción de Dios es externa a nosotros mismos y termina donde empieza nuestra decisión, o bien la iniciativa del hombre no es libre y, en el fondo, no somos sino marionetas del capricho de Dios. Aunque la cuestión es seria aquí no diremos sino algún detalle muy básico.
*Es cierto que Dios, ser puro y perfecto, es la causa última de todos los seres, incluso de que nosotros podamos comunicarlo en las acciones que hacemos libres. Dios produce lo que quiere y como quiere, manifestando así la eficacia de su omnipotencia suprema. Cuando Él mueve nuestras potencias, para que éstas obren conforme a su propia realidad, no anula nada que les corresponda, antes bien, les confiere sus propiedades íntimas, pues crea y sostiene a cada ser según lo que le es propio. Y si Dios no sostuviera alguna cosa en su ser, al punto volvería a la nada de donde salió. Dios mueve necesariamente las cosas necesarias, pero con libertad y contingencia a los seres libres. Esto significa que Dios no es únicamente íntimo a nosotros cuando nos crea, dándonos el ser, sino también cuando nos mueve, dándonos el poder obrar.
*Ahora bien, su causalidad no es simplemente final, es decir, como una fuerza que desde lo lejos (fin) nos atrajera a actuar de un determinado modo, por entender que en ello reside nuestro propio bien moral. Es algo más. Dios es verdadera causa eficiente (origen), y lo es porque se aplica desde dentro a nuestro propio ser, haciendo posible que realicemos lo que a nosotros mismos nos excede por completo: la producción de un nuevo acto. Él concurre, o sea, hace posible nuestro obrar desde dentro, sin anular su carácter libre sino confiriéndoselo. Su presencia en el hombre, cuando obra libremente, es consecuencia de su omnipotente y constante presencia en él como su creador. Pero hay que señalar una matización importante: Dios es causa total y exclusiva del ser de las criaturas, mientras es causa total pero no exclusiva del obrar libre de las mismas.
*No podemos ver, entonces, la causalidad de Dios como una rivalidad contra la nuestra: ¡o su moción o nuestra libertad! Si así lo hacemos es porque no terminamos de comprender la realidad divina con nuestras categorías mentales humanas. La acción divina es trascendente y eterna, metafísica podemos decir. Hemos de cuidar mucho al referirnos a Dios con modos antropomórficos, aun cuando en el fondo no tengamos otra manera de hacerlo. Dios sería causa primera o principal de nuestros actos, mientras que nosotros lo somos como causa segunda o instrumental. La suya no choca ni está reñida con la nuestra pues no están en el mismo plano, antes bien, la hace posible desde un nivel ontológico superior.
*Todo lo cual no significa que Dios y las criaturas sean causas parciales, ambas a partes iguales, del resultado de una acción: según esto, nosotros no seríamos dueños de nuestros actos sino sólo de la mitad de los mismos. Tanto Dios como nosotros somos causas totales del acto, pero en orden diverso. La causa del hombre no elimina la moción de Dios, antes la reclama y necesita para ser posible; ambas resultan necesarias para la realización de nuestras acciones. Si algo sorprendente se desprende de todo esto es que el hombre no puede obrar sin participar de la acción trascendente y divina de un Dios que ha querido, a su vez, actuar contando con la colaboración subordinada de su propia criatura. ¡Misterio de su inmensa bondad!