*En el comentario último hemos recordado alguna afirmación básica sobre la compatibilidad que existe, de hecho, entre el dogma de la creación y la teoría científica de la evolución del mundo. En efecto, se trata de una de las objeciones que más frecuentemente se le presentan al creyente, sobre todo cuando se asoma, por primera vez, al ámbito del conocimiento científico. Pero no sólo existe esta dificultad. No faltan pensadores, incluso gente sencilla, que encuentran en la pretensión soberana y omnipotente de Dios un inconveniente no pequeño frente a la libertad humana. Que somos dueños de nuestras elecciones y que nuestros actos cotidianos brotan de nuestras decisiones personales es una experiencia compartida, básicamente, por todos. Si los atributos de Dios nos muestran un Ser que todo lo crea, que todo lo dirige y que todo lo conoce, ¿cabe, entonces, seguir manteniendo aquella libertad personal?¿No estaríamos, más bien, determinados –y anulados- por el ser y el obrar de Dios? Como el tema es complejo procedamos por partes.
*Aún dentro de la brevedad, propia de estos escritos, para entender mejor la cuestión tenemos que distinguir, en primer lugar, la relación de nuestra libertad con el conocimiento divino. Dios lo conoce todo, también nuestras acciones, en su propia esencia divina, y lo conoce como participación de su propia realidad, según ya vimos al hablar de la ciencia de Dios: las cosas son porque Dios las conoce y, al hacerlo, les comunica el ser. Nuestras acciones libres no están determinadas por nada (aunque puedan estar condicionadas por muchas cosas), por eso el conocimiento de la causa (que somos nosotros mismos) no implica, necesariamente, conocer de manera segura el efecto (que es nuestro obrar libre).
*Cuando yo conozco una realidad determinada, me basta con saber cuál es la naturaleza de la cosa, cuál es la realidad de la causa, para asegurar sin cometer error lo que de ella se seguirá, es decir, los efectos que se producirán: si conozco la lavadora que tengo ante mis ojos, puedo asegurar de antemano los efectos que se seguirán de un determinado programa de lavado, con la certeza de no equivocarme; sé lo que es, y puedo predecir lo que hará. Si tuviéramos que entender nuestra relación con Dios de la misma manera, eso significaría que del hecho de que Dios conozca nuestra naturaleza humana (creada por Él, por otra parte), se seguiría que también nuestros actos son previamente conocidos (y determinados) por Él, exactamente como nosotros predecimos lo que va a hacer la lavadora que conocemos. Pero en realidad no es así: Dios no conoce los efectos en su causa, nuestras acciones libres antes de que se produzcan; Dios lo ve todo como actual, en un eterno presente, con una sola mirada eterna que abarca todos los tiempos, si así se nos permite decir.
*Por eso el conocimiento que Dios tiene de nuestros actos libres no los convierte en necesarios o predeterminados. Ciertamente conviene no confundir ni malinterpretar lo que significa la eternidad y la trascendencia soberanas de Dios. Nuestra experiencia no puede ayudarnos demasiado en esta tarea, pues si nosotros conocemos un artefacto, como el del ejemplo, sí que podemos asegurar los efectos que se producen pero en ese caso no hay libertad; y cuando lo que conocemos es la libertad de actos humanos, entonces no siempre podemos asegurar lo que se puede producir como consecuencia suya. Dios vive en la eternidad y la trascendencia. Propiamente no hay tiempo en el ser divino y todo lo comprende en un “absoluto presente”: conoce los efectos libres en sí mismos, en su actualidad total, no en el flujo continuo de la sucesión temporal.
*Así pues, la mirada de Dios con la que conoce cuanto existe, también los actos que resultan de nuestra libertad, no los convierte en necesarios, como tampoco pasan a ser necesarios por el hecho de que nosotros los conozcamos cuando se realizan.