* ¿Tiene la religión alguna relación con la política? Dos posturas opuestas se excluyen entre sí: un clericalismo, propio de la “cristiandad”, que sostiene que sólo la fe es capaz de juzgar, inmediatamente, si las acciones humanas sociales son buenas o no (en relación con su último fin, que es Dios), y un laicismo liberal para el cual la religión nada tiene que ver con la gestión de las comunidades, pues aquella quedaría reducida a un asunto estrictamente privado.
* La fe y la política tienen, desde la autonomía que se desprende de su respectiva naturaleza, mucho en común, pues la vida cristiana implica un compromiso ético concreto y real. Para que la fe sea auténtica ha de encarnarse en una vida moral: el mandamiento evangélico no puede separar el amor a Dios del amor al prójimo. Por eso, la vida política es impensable sin esa preocupación constante por los valores éticos, llevados a la práctica con coherencia y fidelidad.
* En el fondo, la política se inspira en un concepto o juicio de valor sobre el hombre y lo que éste debe hacer: llamado a utilizar las fuerzas físicas, mediante el conocimiento profundo de sus leyes y el dominio de la técnica, el hombre no puede renunciar al cuidado permanente de su espíritu, atendiendo al desarrollo cultural de la comunidad humana en la que vive, por la elevación creciente del nivel artístico y educativo, por el ejercicio prudente de la justicia y la legalidad y por el cultivo de su sentimiento religioso.
* En esta empresa difícil, y siempre en desarrollo, aparece la fe no como un elemento extraño o superfluo, sino como una ayuda intrínseca, sumamente conveniente para el arte de gobernar. No estorba la religión en el ejercicio del poder, antes contribuye a su control, en la preocupación social por el bien común, por el reparto más justo de los bienes o por la instauración de un régimen de convivencia en igualdad y solidaridad. Sería, por ello, un error querer separar totalmente el compromiso político y social de nuestra vida de su dimensión religiosa. La acción de la gracia no se añade desde fuera a la conducta del hombre, como un capricho artificial del que se pudiera prescindir, sino que entra en nuestra existencia terrena para transformarla desde dentro, purificando y elevándola hacia fines hasta entonces inimaginados.
* La doctrina de la Iglesia no pretende sino ofrecer elementos de juicio a la hora de emitir el voto, del cual depende la consecución del bien común de la sociedad, fundado en los derechos fundamentales de las personas y los grupos sociales. Se pronuncia negativamente cuando emite un juicio sobre aquellas posiciones claramente contrarias a la ley de Dios y, positivamente, siempre que difunde principios de inspiración cristiana aplicables al ámbito político y social. Aunque ninguna opción política recoge en su programa la Doctrina Social de la Iglesia, ni los principios del evangelio, sí que se puede discernir sobre cuál de ellas se acerca más. La intervención de la Iglesia en los asuntos políticos tiene lugar a través de la conciencia moral iluminada por la fe, y no con una oferta directa o explícita de gobierno: su misión es religiosa y no pretende otra cosa que anunciar al mundo el mensaje de la salvación, recibido de Jesucristo el Señor.
* Se podría decir que la voz de la Iglesia es, para el mundo, como la conciencia universal de la humanidad. La fe no disminuye, alienando, la tarea del cristiano en la sociedad, antes la dota de un sentido nuevo superior. Ello pasa por un programa de prosperidad pública que sepa recoger lo mejor de los acontecimientos anteriores y la evolución de la civilización, así como las diversas situaciones económicas, sociales o internacionales del momento presente, a fin de trabajar con esperanza por un futuro mejor. La preocupación central no puede ser otra que la dignidad de la persona humana y, para ello, nada mejor que dejarse iluminar por la antropología cristiana que se desprende de la revelación. El ejercicio de la libertad religiosa, por la que la Iglesia realiza su misión en la evangelización o la educación religiosa y espiritual, así como la libertad de conciencia y de la religión, constituyen uno de los pilares fundamentales de toda sociedad moderna democrática que debe ser garantizado también por la ley.