*Ciertamente hoy se nos hace más difícil a todos nombrar a Dios y hablar de Él. La cosmovisión antigua del hombre y del mundo estaba impregnada, toda ella, de sentido religioso, de un cierto sentido de la presencia de Dios. Fundada en la revelación y en la historia de la salvación, la mentalidad de nuestros antepasados hacía que tanto los individuos como los pueblos se experimentaran dentro de las coordenadas del plan providente de Dios. Pero las cosas han ido cambiando, es más, han cambiado mucho y lo han hecho rápidamente. Esto no quiere decir que en la antigüedad no hubiera hombres que no fueran ateos o incrédulos (pues como ya apuntaba el Salmo 14, el necio se pronuncia negando a Dios: “Dice el necio para sí: no hay Dios”). Lo que sucede es, más bien, que el ateísmo, en tanto que fenómeno socialmente extendido, es algo relativamente reciente. Como señalan los estudiosos de la antigüedad, el ateo coincide más con el crítico de una religión deforme o antropomórfica que con aquél que niega explícitamente a Dios. Será en la modernidad y después, en nuestros días, cuando el ateísmo cobre una carta de ciudadanía que lo legitime como realidad social. Ahora bien, no es una planta que surja por generación espontánea ni florezca por casualidad. Podemos decir que es el fruto florido de un tallo que tiene en diversos acontecimientos históricos y culturales su más honda raíz. Enuncio, aunque de manera muy breve, algunos de los rasgos de este subsuelo que lo han hecho posible en nuestro entorno social.
*Los antecedentes del naturalismo renacentista y del principio cartesiano de la inmanencia han conducido al sujeto humano a creerse el centro del universo. La conciencia humana pasa a ser la medida de todas las cosas y la experimentación científica el modo cierto de alcanzar su conocimiento. La claridad y distinción, que pasa por un tipo humano de evidencia, se impone en adelante como garantía de la verdad y la certeza de nuestro humano conocer. La fe, poco a poco recluida al privado ámbito de nuestros sentimientos, se va a ver desprotegida y despojada de la condición de conocimiento cierto para ser considerada, en el mejor de los casos, como garantía moral de nuestra convicción subjetiva acerca de Dios. Pero el camino de la moral y el rigor del conocimiento racional se irán separando hasta su definitiva irreconciliación: en este sentido, Kant confesará tener que abandonar el ejercicio de la razón para echarse en brazos de la fe. El divorcio de estas dos facultades poco a poco se va consumando.
*Más aún, llegará incluso a pensarse el ateísmo como la otra cara de un verdadero humanismo: para salvar la autonomía y la dignidad del hombre, fin de sí mismo, parece necesario negar la idea –o la existencia misma- de Dios. La libertad del hombre, como vimos, exige su autonomía absoluta y, por ende, la negación de Dios. La crisis de la metafísica y del discurso acerca de una verdad absoluta y universal ha conducido al ser humano por la senda de lo inmediato y de lo eficaz. Parece imponerse la máxima del placer rápido de cara a lograr la felicidad. Y si todavía se esconde, en lo profundo del hombre, la llama de un deseo mayor, se buscará saciarlo en cualquier remedio esotérico u oculto pero siempre dentro de un orden natural, horizontal que desconoce la naturaleza sobrenatural del auténtico misterio.
*Este iluminismo, especialmente representado por Kant, que plantea la autonomía de la razón humana frente a la heteronomía de la ley de Dios, termina planteando una religión dentro de los límites de la razón. La religiosidad, para los deístas ilustrados, será una especie de moralidad natural, que se reviste después, en el positivismo, de un sentido pragmatista, de un carácter emotivo en el romanticismo, o de tintes revolucionarios en la reciente teología de la liberación. En el fondo, el excesivo apego a la tierra y a las realidades naturales parece conducir al sujeto humano al olvido de Dios.
*El enciclopedismo de la nueva ciencia y los progresos sucesivos de la técnica entiende que Dios resulta, cuando menos, una hipótesis absolutamente innecesaria ante una razón madura que ha encontrado en el método empírico de las ciencias su garantía definitiva. La religión no pasa, en el mejor de los casos, de ser un fenómeno primitivo y radicalmente superado, emotivo, supersticioso y mitológico, pero incapaz de aportar una razón dominante que someta todas las cosas. Puede que, creer en Dios, sea conveniente en el orden de la convivencia social pero totalmente inútil a la hora de conocer, para transformar, el mundo.
*De todo ello se desprende el hecho de que la religión se vea recluida, cada vez más, al ámbito de lo privado. Una confesionalidad privada no incomoda porque no se impone, no pretende validez definitiva y universal. Sólo pagando este peaje es como la religión podría ser hoy, no digo ya defendida, pero al menos tolerada. La cuestión es si la sal y luz de una verdad como la que porta el Evangelio puede resignarse a ocultar su claridad y a perder su propio sabor…