* Recordemos que la Iglesia, en Trento, afirma que la fe –comienzo de la salvación del hombre- es una virtud sobrenatural por la cual, y merced a la gracia de Dios, el hombre recibe el anuncio de la verdad revelada, la cree como verdadera y la acepta a causa de la autoridad del mismo Dios, que la revela. Pero el hecho de que nuestra fe sea una respuesta absolutamente libre, confiere a cada uno de sus actos el carácter de un homenaje, de un culto rendido a aquella autoridad del Dios que se comunica. El creyente, cuando lo es, manifiesta con su asentimiento personal su radical dependencia respecto a Dios, su Dios creador y salvador. La fe expresa ese vínculo esencial que religa a la criatura con su Señor, y del que se hace eco de múltiples manera la religión. Dios es infinitamente más grande, más bueno y poderoso, es la verdad eterna y absoluta. El hombre no es sino la obra de sus manos, pequeño y pecador. Por eso, detrás de cada acto de fe se esconde la humilde confesión de nuestra subordinación para con Él.
* La relación que se establece en la religión, lejos de ser la mera aceptación de un conjunto de teorías o el cumplimiento de un elenco de obligaciones morales, toma todo su sentido más pleno en el vínculo del amor. En efecto, el hombre que recibe el mensaje de salvación descubre que es objeto del Amor más grande, jamás pensado y que, por lo mismo, su respuesta pasa por una aceptación amorosa, por un asentimiento encendido en la mente y sobre todo en el corazón. Se trata de una entrega confiada, de una seducción amorosa ante el mensaje proclamado, pero sobre todo ante la Persona que lo comunica: hablamos de creer no sólo lo que Cristo dice, sino de creerle a Él, de creer en Él y entregar nuestra vida en el fondo de la suya. La novedad del cristianismo, el centro de su mensaje, tiene un nombre y rostro de persona: Jesucristo.
* La adhesión creyente no es, únicamente, aceptar el conjunto de los dogmas y verdades transmitidas por la Iglesia, defendidas a lo largo de los siglos y aclaradas por la infatigable tarea de los que a ello se dedican, los teólogos. Se trata del abandono confiado y vital de nuestro corazón al Corazón vivo de Dios; encontrar que él es nuestro refugio, nuestra roca y el baluarte de todo nuestro ser. Aceptar el anuncio del evangelio significa ser tocado por una declaración personal de amor, descubrir que en el fondo de nuestra alma se enciende una llama viva de amor, que se orienta hacia Aquel de quien procede la amorosa confidencia.
* Creer hace que acojamos sin reserva, más allá incluso del contenido del testimonio, el encanto del propio testigo. Como dice Blondel, creer es añadir el complemento del consentimiento del corazón, voluntario y práctico, al asentimiento razonable de nuestro entendimiento, sabiendo que la verdad que recibimos es ante todo un ser viviente, Persona divina que nos abre el secreto escondido de su corazón. Lejos de las verdades de la ciencia, aquí lo que está en juego es la verdad de la amistad; la evidencia no la dan las pruebas, sino que la aportan –a su manera- los latidos compartidos del corazón.
* De todo ello se desprende el carácter sacrificial que una ofrenda semejante tiene: la de nuestra mente y nuestro corazón, la de nuestra vida entera y, de alguna forma, la de toda la humanidad. La fe implica un acto de inmolación: de la inteligencia, que busca conocer de modo seguro, apoyada en la evidencia alcanzada de manera más o menos inmediata; pero también de la voluntad, pues el bien que la atrae en este caso, como su propio fin, no deja de ser conocido entre los velos de la analogía, de tal modo que no se eliminan del todo los riesgos de la duda y la vacilación que ello conlleva. Se inmolan los sentidos, que carecen de su estímulo específico, y también las emociones y los sentimientos, tan fluctuantes, pues continuamente somos invitados a no dejarles llevar la iniciativa en una relación sobrenatural que nos conduce a una realidad superior. En y por la fe, cada hombre es introducido en una experiencia de expropiación y de salida, como Abrahán, para culminar en otra tierra, en otra patria, en otra casa, desconocida por nosotros, en un sentido, pero pregustada con anticipo, en otro. El acto de fe es una especie de muerte –de continua mortificación- que se funda en un acto de renuncia radical a todo aquello que constituye el objeto del deseo para el hombre de este mundo, con tal de no perder el cielo. Pero hallado éste, al morir le sucede necesariamente la resurrección.
* Por eso la fe es un acto meritorio: pero su mérito no consiste en dar una especie de salto absurdo en el vacío, como se dice con frecuencia, sino en recibir la verdad misteriosa que nos presenta el testimonio divino y que es la fuerza viva que nos salva. Ciertamente por la fe el hombre es justificado (se justifica, se hace justo, es decir, se salva), la inteligencia es iluminada y la voluntad purificada. Por la fe, en definitiva, el hombre, en cuanto participa de la vida de Dios, es santificado.