* A Dios nadie lo ha visto nunca. En efecto, la divina es una realidad distinta del mundo que nos rodea y de nosotros mismos; no forma parte del ser mensurable sino de lo que se ha denominado, con la pobreza de nuestro lenguaje, la trascendencia.
* Esta incapacidad para ver a Dios no reside en nuestra falta de atención, como cuando ignoramos la presencia de un ser conocido entrometido entre una multitud de personas que no conocemos, o cuando no nos percatamos de la presencia de un objeto dibujado entre una amalgama de líneas y trazos que nos lo ocultan a primera vista. No es por un descuido o por falta de interés: la existencia de Dios, admitiendo que sea real, no entra en los parámetros de lo espacio-temporal.
* Todo eso se enfrenta con el hecho de que nosotros solo hablamos, con propiedad, de aquello que podemos experimentar de alguna manera. Claro que se podría apelar, con Bergson, no sólo a la experiencia real de los objetos sino también a una experiencia posible; o a la experiencia que otros han tenido y en cuyo juicio nos apoyamos, y cuyo testimonio nos merece toda garantía de credibilidad. De esta manera, el “yo no creo sino lo que veo” se puede modificar en un “yo no creo sino lo que yo mismo veo o lo que otros han visto”. ¿Acaso no es la historia del pensamiento científico una muestra de un progreso intelectual que se apoya, no únicamente sobre la experiencia personal, sino básicamente sobre lo que otros han experimentado y, a su vez, nos han transmitido?
* Es cierto que tampoco los otros han visto a Dios, como para que su experiencia directa me sirva de argumento irrefutable. Por eso, la hipótesis de Dios, su afirmación, implica una revisión del concepto mismo de realidad que tenemos; no se trata de hacerlo añicos, admitiendo como real cualquier cosa que se nos antoja como tal, incluso fruto de nuestra imaginación. La “nada de Dios”, por relación al conjunto total del mundo, que sí es objeto de nuestra experiencia sensible, no puede ser equivalente a una pura y absoluta negación de su realidad, a la ausencia de ser. Sostener la afirmación de Dios excluye, más bien, que el mundo sea todo, que sea la única realidad, toda la realidad, como señala J. Delanglade en su libro Le problème de Dieu.
* En verdad, la afirmación de la existencia de Dios deviene un obstáculo únicamente para una postura materialista reduccionista, según la cual la realidad del mundo material es la totalidad exclusiva de cuanto existe. Confesar la existencia de Dios o del espíritu en el hombre no significa devaluar el peso de nuestro mundo, ni recortar valor alguno a cuanto nos rodea. El esplendor de lo natural no solo no está reñido con la existencia sobrenatural (de Dios), sino que encuentra en ella su mejor garantía de sentido. Confesar la creencia en un ser divino y creador no supone una amenaza para la inmensa multitud de seres materiales y limitados sino, al contrario, postular la fuente de su misma existencia y de todo su valor.
* Se impone, en nombre de la honestidad intelectual y de la coherencia en nuestro razonamiento, ampliar el concepto de realidad así como revisar el concepto que de razón humana tenemos. No podemos reducir lo real a lo empíricamente constatable, como no podemos reducir la idea de la razón a aquella que se mueve únicamente entre los parámetros de la física y la matemática. Si la ciencia –en su sentido más riguroso- reconoce sus límites, no se condena por ello a una especie de automutilación resignada, sino que se dispone, humildemente, a dejarse enriquecer por cualquier otra aportación legítima en el conocimiento de la verdad.
* Si nadie ha visto a Dios, si Dios mismo no forma parte de este mundo, entonces es que la realidad de Dios es espiritual, entonces es que la materia no es todo lo real, ni el criterio absoluto para determinar lo que es verdad. Se impone la revisión del concepto de materia, pero de igual modo se debe revisar el concepto de espíritu que nosotros tenemos, accesible siempre a partir de la realidad de nuestro cuerpo. Se impone, en fin, la necesidad de una argumentación filosófica sobre la existencia de Dios, toda vez que su existencia no es, para nosotros, un dato evidentemente constatable.