* En medio de una sociedad, la nuestra, que ha hecho de la libertad su máxima aspiración, de la tolerancia y el respecto a lo diferente la norma de su comportamiento, de la conciencia individual la única garantía de actuar moral, y del relativismo casi un dogma que se desprende de la sinceridad individual, cabe que los que somos creyentes, y seguimos a Quien dice ser la suprema Verdad y el Bien definitivo, nos preguntemos: ¿tiene sentido en nuestros días desear, o incluso proponer, el hecho de la conversión? No me refiero aquí, claro está, a ese proceso por el cual el creyente debe renovar continuamente su condición, purificándose de todo mal y redescubriendo siempre el alcance original de su fe. Me refiero al descubrimiento de ésta, a entrar en la religión, a conocer a Dios y tornar hacia él la vida y las costumbres. Pienso en el hecho por el que la mente y el corazón del ser humano se abren a la noticia de que Cristo es realmente el Hijo de Dios, que vino para redimir al mundo del pecado y que continúa presente y vivo en la Iglesia.
* ¿Es moderno sugerir algo así en nuestra sociedad? ¿Es lógico plantear hoy un hecho así, que implica una auténtica transformación, que conlleva aceptar verdades reveladas de otro orden, que supone asumir con gozo una moral determinada, la cual afecta a todos los ámbitos y dimensiones de la vida personal y social? ¿Podemos esperar hoy que abracen la fe aquellas personas que, o bien nunca han recibido su luz o que, habiéndolo hecho un día, la han abandonado a lo largo de su vida por las razones que sea? Más aún, ¿es legítimo pasar a la acción y anunciar, como siempre ha hecho el apóstol, la buena nueva de Dios, a fin de que otros la escuchen, y reciban con la gracia la fe en Dios?
* Creo que sí. Primero porque el hombre sigue siendo lo que es, un ser racional y libre que busca la verdad de todas las cosas y desea el bien definitivo en el que encontrar su plena felicidad. Y este proceso, cuando se hace honestamente, como vemos a lo largo de la historia, no es extraño que concluya en la confesión de la existencia de Dios (¡cuántos sabios y pensadores, en los diversos campos del saber humano, han encontrado tras un largo periodo de búsqueda más o menos compleja el rostro de Dios!). Pero además, porque los que hemos recibido la luz de la fe no podemos guardarla egoísta o cómodamente para nosotros mismos: si entendemos que la fe es un bien, el bien más grande que se puede tener, entonces no es posible renunciar al dinamismo interior por el cual todo lo que es bueno tiende a ser compartido y busca comunicarse. Pertenece a la esencia de la buena noticia el hecho de ser anunciada, divulgada, testimoniada: porque el evangelio es luz y bien, y porque en nuestro mundo, siempre en nuestro mundo, es absolutamente necesaria su claridad y su bondad.
* Esta conversión, acontecimiento misterioso de la gracia, que puede ser más puntual o el fruto de un proceso interior de convencimiento, significa descubrir tras el velo del misterio la presencia transformante de un Dios que existe, que es real y actúa, que interpela y que responde. Lo cual no implica una abdicación de la inteligencia, ni una renuncia a la fuerza del amor, ni un retroceso en el orden del conocer que nos devolvería a estados mitológicos de la antigüedad. A menudo se presenta y se habla de la fe como si de una renuncia o sacrificio del entendimiento se tratara, una sumisión, una pérdida de nuestra racionalidad. Convertirse a la fe significa que se amplía nuestro modo de ver, pues la virtud nos otorga la mirada y el conocimiento de Dios. En realidad, la fe abre posibilidades de otro modo inaccesibles a nuestro entendimiento.
* La conversión significa, también, reconocer y aceptar que no todo lo real es material, que no todo en la vida de los hombres y los pueblos se reduce a lo que tocamos y pesamos, a lo que podemos disfrutar o verificar sensiblemente en un instante. El papel desmesurado que la propaganda, el marketing y la publicidad tienen en nuestra sociedad de consumo nos induce, casi sin advertirlo, a pensar que todo cuanto el hombre necesita para ser feliz se contiene en la satisfacción de sus necesidades más básicas o corporales, presentes e inmediatas. Incluso aquellas cosas que tienen que ver con el futuro se reducen al horizonte material y, si pertenecen al ámbito de la cultura, lo cual implica algo específicamente más inmaterial, frecuentemente terminan reducidas a un objeto de consumo, de intercambio comercial.
* Convertirse significa, por tanto, experimentar que la sabiduría del hombre y su madurez racional no se agota en el campo de la comprobación empírica, en el terreno de los fenómenos del mundo natural. Si realidades como la abstracción o la autoconciencia, si la libertad o la referencia moral, nos hablan de una dimensión en el hombre de naturaleza espiritual, no tenemos porqué identificar como algo absurdo el proceso argumental que nos lleva desde ellas hasta descubrir, por contrastes, semejanzas o comparaciones, su última causa puramente espiritual (Dios).
* La conversión implica, ciertamente, una iluminación de nuestra mente que por la cual empieza a reconocer a Dios allí donde, de una y diversas maneras, se manifiesta. Pero la conversión no es menos una conmoción profunda del corazón, que encuentra en ese conocimiento de Dios su mayor bien, tesoro escondido capaz de dotar de sentido absoluto a la relativa existencia humana. Quien experimenta dentro de sí el eco de la eterna voz de Dios, no puede sino sentir por lo mismo una radical invitación a superar los límites e imperfecciones de nuestra pobre condición, el fuego de un amor que abrasa y enciende en ganas de oblación: semejante muestra de generosidad no viene, no puede venir del egoísmo constatado tristemente en nuestra vida cotidiana.
* Sólo una visión amplia del hombre, en su integridad, sin recortes ni frustraciones, sin prejuicios ni descartes injustificados, puede hacer comprensible, más aún deseable, un fenómeno como este de la conversión: auténtica trasformación por la que se recibe una nueva condición, una nueva manera de ser y de vivir, comunión con la realidad de un Dios presente y activo en nuestro mundo. Convertirse no significa, simplemente, aceptar como teoría probable la existencia lejana de un Creador; significa participar ya en nuestra condición terrena, si bien imperfectamente, de la vida eterna celestial.