*Aunque se podría decir mucho más acerca del ateísmo y las diversas posturas ateas, considero suficiente lo escrito hasta aquí. Ofrezco esta breve reflexión para terminar. Aunque la verdad de Dios incluye una certeza ineludible, no lo es del tipo que cualquier incrédulo pretende para salir de su oscura situación. También Tomás, el Apóstol no creyente, pretendía un signo irrevocable, una señal evidente de la Vida de Dios. Una presencia luminosa de este tipo, ciertamente, evitaría el esfuerzo de cualquier elaboración y discurso racional pero, por lo mismo, eliminaría el mérito que tiene la fe. Como dice Jolivet, el ateísmo debe ser posible para que el conocimiento de Dios tenga un valor moral. Si la verdad de Dios fuera de la misma condición que las matemáticas o que una afirmación científica sin más, desaparecería la libertad de nuestro humano asentimiento y el valor de la creencia religiosa incondicional. Es necesario que haya una elección libre de Dios, por el hombre, y que escojamos hacer de nuestra existencia una aventura confiada a Alguien. Sólo en este radical compromiso, radical y absoluto, recibe la vida del hombre todo su sentido.
*El ateo se pronuncia en su juicio, normalmente, desde afuera. El creyente, que libre y racionalmente se entrega, lo ha de hacer desde dentro, pues es en su más profundo interior donde descubre esa presencia de Otro mayor, más íntimo y más real que sí. Por hacerlo en la periferia, el ateo a veces responde a una visión deforme, y lo que rechaza es una concepción inadecuada del ser de Dios o de la religiosa vinculación a él. Siendo esto así, podemos conceder a toda manifestación atea, sea de la índole que sea, algún elemento de verdad, por cuanto negando (lo que no es) en el fondo afirmaría (lo que sí es). También a los primeros cristianos se les acusaba de personas ateas, por cuanto no seguían a los dioses paganos dando culto a los suyos, supuestamente verdaderos. No digo que sea lo mismo, pero en cierto sentido, el ateísmo podría servirnos de estímulo (aunque en negativo) para adquirir una conciencia cada vez más viva y despierta de la correcta idea de Dios.
*El misterio complejísimo del ateísmo, el de la crisis de la religión o del sentido de Dios, nos conduce a no estar sordos a cualquiera de sus gritos, sino a recogerlos con prudente modestia para hacerlos nuestros e intentar, de alguna manera, responder. No es cuestión, únicamente, de mostrar los errores del ateo denunciando por qué están mal, sino ofrecer el gozo de la fe, anunciando por qué creer está bien. Si la fuerza del ateísmo reside en denunciar imágenes deformes del mismo Dios, su debilidad consiste en no saber –o no poder- captar nada más que eso; ante esta crisis, que dura sin cesar, la creencia debe emerger como una postura auténticamente existencial.
* En nuestro diálogo con el ateo no podemos confiarlo todo al frío y abstracto discurrir sobre la existencia metafísica de Dios: siendo esto necesario, por la naturaleza de la misma fe y por nuestra condición de seres racionales, sin embargo no basta. Nuestro proceder debe avanzar, humildemente, también sobre el testimonio de una experiencia vivida que confirma los elementos pensados. No son pocos los ateos que, detenidos por obstáculos más afectivos que intelectuales, son muy sensibles a la vida coherente del testigo, a su destino espiritual.
*Afirmar o no la existencia de Dios no es un artículo de lujo o una cuestión tradicional que para nada afecta el modo de vida personal. Nos acostumbramos fácilmente a que la vida religiosa se reduzca a un mero ritualismo sin mayor incidencia en el ser total de la persona, incluida su dimensión social. Se puede vivir como ateo sin dejar de ser, en planteamientos costumbristas o familiares de la vida, religioso; y al revés, se pueden observar ciertas prácticas religiosas en apariencia a lo largo de la vida, sin que el corazón y la mente dejen de vivir al modo ateo, sin una sincera y eficaz religación respecto del ser vivo de Dios. Por el contrario, la afirmación de Dios presente al interior del ser humano lo inquieta, lo traspasa, lo compromete y, si se deja, lo transforma. El destino natural del hombre se entrecruza con el designio sobrenatural de Dios y de ahí surge el verdadero drama de la fe.