*Aunque las tesis anteriores no hayan desaparecido del todo, en el siglo XX se impone más bien un ateísmo existencialista, más subjetivo y vital, que hace de la pretensión de una libertad absoluta el motivo necesario para negar a Dios. También yo he escuchado, en diversas ocasiones, la pregunta inquieta de diversos jóvenes para quienes la idea de un ser supremo se presenta incómoda ante la realización del propio proyecto, sin acertar a conciliar el ser de Dios y el espacio personal.
* El acento de pensadores como Camus o Sartre recae sobre lo vital y concreto del ser humano, sobre su existencia particular. El hombre es un grito permanente de libertad, que va haciéndose a sí mismo, condenado a tener que elegir su situación existencial en solitario, pero bajo la mirada inquisitorial de los otros. La libertad del hombre es la razón de los valores que ella misma crea y una vida autentica tiene lugar cuando es capaz de tomar conciencia de los actos que realiza. Sartre rechaza todo fundamento metafísico que de razón de la realidad por una creación; así mismo, niega cualquier esencia inmutable, fija y determinada, vinculada a nuestra existencia histórica, que es lo único real.
*Ahora bien, si la libertad del hombre es total y exige su autonomía absoluta, la idea de Dios se hace incompatible, intolerable. Si Dios existiera sería como una mirada superior que me objetivaría y un hacedor que determinaría mi esencia, obligándome a acomodarme a un mundo y a una moral hechos por él y no por mi propia libertad. La autonomía subjetiva implica que ninguna otra realidad absoluta me venga de fuera. Aun cuando las pruebas racionales de la existencia de Dios tengan validez, no concluyen sino que el mundo es contingente, pero no aportan ninguna razón debajo de esa limitación. Si el hombre existe, entonces Dios no puede existir, pues sería una amenaza, una injerencia enemiga para las pretensiones del hombre.
*Más que de negar a Dios, que también, ahora se trata de afirmar la libertad del hombre. El compromiso de esta actitud atea se centra en su defensa radical de la vida, no lejana de antiguo carpe diem que continuamente retoman nuestros jóvenes, o incluso de la tentación original de Adán y Eva en el paraíso. El ego del hombre le empuja, continuamente, a querer ser como Dios, afirmándose a sí mismo en menoscabo de aquél.
*Mirar hacia adelante significa, también para muchos hoy en día, ir haciendo real el propio horizonte, negando cualquier verdad universalmente válida y construyendo paso a paso la historia personal y social. Pero sin mirar hacia arriba, olvidada y negada toda luz de sentido superior, el hombre se expone al riesgo del tropiezo, de perderse ante los complicados vericuetos del camino y puede terminar cayendo en un nihilismo absurdo, en su propia destrucción. La libertad del hombre, como todo él, es finita y limitada. Su pretensión de absoluto responde, en el fondo, a su sed de una plenitud mayor que sólo en Dios puede encontrar. Por eso, su libertad realiza –y no destruye- este proyecto existencial cuando se alía indefectiblemente con la Verdad y el Bien, cuando se entrega amistosamente a Dios.
*Permitidme terminar con un párrafo, tal vez extenso pero enjundioso, del teólogo Henry De Lubac, en su obra El drama del humanismo ateo: “No es verdad que el hombre, aunque parezca decirlo algunas veces, no pueda organizar la tierra sin Dios. Lo cierto es que sin Dios no puede, en fin de cuentas, más que organizarla contra el hombre. El humanismo exclusivo es un humanismo inhumano. Por lo demás, la fe en Dios, esta fe que nos inculca el cristianismo en una trascendencia presente y siempre exigente, no tiene por finalidad el instalarnos cómodamente en nuestra existencia terrestre para adormecernos en ella, aunque muy febril sería nuestro sueño. Por el contrario, esta fe nos inquieta y viene a romper incesantemente el equilibrio demasiado bello de nuestras concepciones mentales y de nuestras construcciones sociales. Haciendo irrupción en un mundo que tiende siempre a cerrarse, Dios le da, sin duda, una armonía superior, pero que no debe alcanzarse más que al precio de una serie de luchas y rupturas, tan larga como la duración misma de la vida. La tierra, que sin Dios no dejaría de ser un caos, para convertirse además en una prisión, es, en realidad, el campo magnifico y doloroso donde se elabora nuestro ser eterno. Así, la fe en Dios, que nada podrá arrancar del corazón del hombre, es la única llama donde se alimenta –humana y divina- nuestra esperanza”.