* Partiendo de esa pregunta –que no podemos dejar de hacernos, o que incluso otros nos hacen-, y que suena así: ¿Tiene el cristianismo algo que decir al hombre y al mundo de hoy?, intentemos recordar algunas afirmaciones que conviene no perder de vista.
* Aunque no sean pocos los fracasos que, en la senda del diálogo entre la fe y la cultura, acompañan a cuantos emprenden semejante aventura hoy, su intento permanentemente renovado resultará necesario siempre, no sólo con el fin de hallar formas nuevas para comunicar la verdad cristiana, sino también con el propósito intrínseco de conceptualizar sus dogmas y vivencias. No se trata de mirar únicamente hacia fuera, sino también hacia una profundización en los propios contenidos.
* No se puede pasar por alto que vivimos en una época tremendamente universal, cosmopolita y multicultural. Esto significa, entre otras cosas, repensar la centralidad de Europa en nuestro modo de vivir y explicar la fe: el papel concedido a sus esquemas mentales, el lugar que ocupan sus valores en nuestra tradición, e incluso la utilización de los conceptos que en ella la filosofía ha elaborado. Sin cuestionar todo ello de raíz, no podemos ignorar las ricas aportaciones que de cualquier rincón del mundo nos llegan. Una Iglesia que quiera ser y obrar, no ya frente al mundo sino en medio de él y a su servicio, no puede proceder de otro modo. No se puede, por lo mismo, prescindir de la recíproca influencia con los hermanos separados, Ortodoxos y Protestantes.
*Superando todo anacronismo trasnochado que suspira por épocas pasadas, se impone un proceso de continua “encarnación” para no vivir de la añoranza de una sociedad que no es la nuestra. En este proceder, la búsqueda de un lenguaje dirigido al mundo del que la misma Iglesia forma parte, no será sin duda una cuestión de escaso valor. La noticia cristiana tiene necesidad de una adecuada formulación con la que dar sentido a la vida concreta de cada hombre que la recibe. La universalidad de la Iglesia (Católica) hace que ésta no se cierre a las nuevas situaciones culturales a la hora de conservar y transmitir su propio depósito.
* Es urgente que los seglares descubran su responsabilidad en toda esta tarea. También en la elaboración de una nueva teología. No para “secularizar” la antigua, elaborada en ámbitos predominantemente clericales, sino para poner más de manifiesto el alcance de su compromiso real, su capacidad de animar la presencia del creyente en medio del mundo y de dar razón de su valor. Puede que haya pasado el tiempo de las grandes construcciones y síntesis de la teología y el catecismo; pero lo que de ningún modo ha caducado es la necesidad de tomar en cuenta la historia concreta de la salvación, la necesidad de considerar, una y otra vez, al destinatario real de esa misma salvación. Para ello no tenemos que perder, ciertamente, el valor de la tradición. Tengamos en cuenta el siguiente fenómeno, que parece difundirse en nuestros días: numerosos teólogos (algo parecido se puede observar en cristianos de “a pie”) se refugian en esquemas de pensamiento ajenos al cristianismo y a la filosofía asumida por él, porque consideran que el cristianismo se ha alejado, previamente, de la experiencia y la filosofía del hombre actual. No demos motivos para esta situación lamentable.
* Ciertamente hemos de reconocer que cuando la fe busca articular su contenido no puede prescindir de un pensamiento concreto, de unos esquemas filosóficos determinados o de ciertos elementos culturales. Pero importa que lo haga sin olvidar su compromiso real con el hombre y con su historia. La persona siempre ha de quedar a salvo, por encima de instrumentos y otras mediaciones. El peso de las estructuras que los hombres acumulan amenaza, en no pocas ocasiones, con matar la vida del Espíritu. La Iglesia no puede identificarse tanto con el mundo hasta el punto de perder de vista que su Reino no es de aquí abajo, que su oferta implica la confesión de la vida eterna; pero tampoco podrá vivir en la distancia, hasta el punto de que, separándose del hombre concreto, separe finalmente a éste de Dios. La Iglesia es signo y sacramento, y como tal está llamada a vivir su misión en medio de no pequeña tensión dialéctica, a la búsqueda del equilibrio necesario. Ella debe ser fermento que permita la presencia de Dios en el mundo, y a esta vocación se orienta el papel de la institución.
* Esta reforma anhelada, y de la que el mismo Concilio Vaticano II es no sólo causa sino también manifestación, tendrá que volver su mirada constantemente a su principal objetivo: la salvación universal que Dios ofrece a todos los hombres en Cristo, por medio de su Iglesia. Ciertamente por mucho escándalo que se produzca a nuestro alrededor, no puede el cristiano hoy sucumbir a la idea de la muerte de Dios, aunque su victoria pase, posiblemente, por dar muerte a muchos de nuestros defectos y falsedades.