* Completo con esta reflexión (si bien “completar, completar”… aquí no se hace más que apuntar lo que considero son las ideas centrales de cada cuestión) lo ya planteado en nuestro texto anterior. El asunto ha sido objeto de numerosos conflictos y disputas teológicas, en tiempos antiguos y también en épocas más recientes. Aquí tan solo he querido recordar lo que constituye una de las claves para entender la relación entre la fe y la razón, para gozar correctamente de la relación que los hombres podemos tener con Dios.
* Por insuficiente que pueda resultar (por parte del hombre) el deseo de lo sobrenatural, y por condicionada que se muestre nuestra naturaleza para recibirlo, el cristianismo nos ofrece la afirmación decidida de su donación, libremente (por parte de Dios), a fin de hacer posible la felicidad del hombre, por elevación en un nivel infinitamente superior. El anuncio de la gracia no representa un regalo periférico, ni superficial, ajeno al ser humano en su más profunda interioridad; pero su esencia divina, participación en la santidad de Dios, desborda por completo los límites de lo humanamente conquistable, si bien recae sobre lo que podemos impetrar y, después de recibido, agradecer.
* El hombre puede –y debe- colaborar con la obra de Dios, presentando una buena disposición, es decir, una actitud filial de apertura, una respuesta de sumisión y acogida. El hecho de que el objeto de esta actitud, de reverente piedad, no nos resulte evidente, no hace que pierda nada de su realismo, si bien impone esfuerzos o renuncias mayores. Es en el contexto de nuestra vida moral, homo viator, indica el teólogo Y. Congar (La fe y la teología, 78), donde se desarrollan aquellas disposiciones vitales de apertura y acogida o, por el contrario, de cerrazón y rechazo, de tal modo que es así como se puede, o no, recibir la proposición libérrima que Dios mismo nos hace, contando también con innumerables mediaciones y testimonios.
* Pero la libertad de nuestra actitud no basta. Dios llama, y también actúa desde dentro por la inspiración de su gracia: ilumina nuestro entendimiento y fortalece nuestra voluntad con sus mociones sobrenaturales, a fin de que podamos buscar y encontrar nuestro fin último en el mismo bien divino que nos ha prometido en su Alianza. Porque en el fondo, hablar de fe significa hablar de una relación de comunión viva, personal y estrecha con el Dios de Jesucristo, que es la suprema Verdad.
* La llamada interior de Dios va acompañada también por signos y otros motivos exteriores que facilitan el acto de adhesión del creyente, contribuyendo a concebir esa respuesta en fe como algo racional y deseable para nuestra propia felicidad personal. El hecho de que no sea el fruto de una deducción lógica, el hecho de que necesitemos de la acción interna de la gracia, no significa que renunciemos por completo a nuestra capacidad intelectual, para echarnos ciegamente en brazos de un objeto que no vemos. Así, podemos recordar lo que ya se ha dicho en este sentido: creer no es aceptar lo que no vemos, sino ver con los ojos de otro.
* En este conocimiento propio del hombre que peregrina hacia la que es su verdadera patria, Dios acredita a sus propios testigos de cara a nuestra aceptación racional. Una vez más hay que insistir que no hablamos de una evidencia, al modo sensible o intelectual, sino que nos movemos en el nivel de los signos y prodigios de la obra sobrenatural de Dios. De entre todos estos signos, sin duda el que goza de mayor importancia es la persona misma de Jesús, sus enseñanzas y sus milagros, sobre todo el milagro pascual de su Resurrección. En nuestros días estos signos se reciben en el contexto eclesial: la Iglesia misma se presenta como un gran signo visible de la presencia invisible de Dios, cuando responde con su vida y testimonio a la naturaleza que para ella ha querido Jesucristo, su fundador. La santidad de la Iglesia puede y debe ser hoy, para los hombres de nuestro tiempo, un signo fácilmente inteligible o, más aún, difícilmente rechazable (¡terrible cuestión, esta, que nos obliga a un permanente examen de conciencia personal y comunitario!).
* Concluyendo con una expresión del mismo Congar, en el libro antes citado, digamos que no es la atracción interior, ni son las humanas razones el motivo de nuestra fe religiosa, si bien la disponen y preparan: la fe misma es una novedad espiritual, absolutamente original, que implica el paso de nuestro humano conocer a una adhesión incondicional al Dios de la revelación, manifestado en Jesucristo y presente en el corazón de los sacramentos de la Iglesia, y que está motivado (ese paso) por la autoridad misma de un Dios omnipotente y santo que se da a conocer, sin engañarse ni engañarnos.