* El fenómeno del ateísmo, que hemos comentado señalando algunas de sus causas, ha dado lugar a un profundo nihilismo moral y epistemológico, o sea, antropológico. La negación de los valores tradicionales, que se desprende de la filosofía de Nietzsche, no se limita a agredir al cristianismo, sino que, en el fondo, agrede igualmente al humanismo que aquel ilumina y valoriza. La reducción de los valores a su dimensión material, que se sigue del pensamiento de Marx, supone una visión castrada de la naturaleza humana, reducida a sus aspectos mensurables o contables. En el mejor de los casos, la bien recibida mentalidad New Age, tan presente hoy en sus más diversas manifestaciones, empapada de resabios orientales panteístas, termina por agotar la esperanza humana en un horizonte mundano de inmamencia, sin más referencia a la trascendencia que la que se conserva en la cultura, en el folklore. Se niega la capacidad del hombre para conocer verdades absolutas o, lo que es más, se cuestiona la existencia de estas últimas.
* También se cuestiona la esencia metafísica del hombre al convertirlo en una amalgama de operaciones vitales, en un conjunto paradójico de tensiones, o en un mero proyecto histórico a desarrollar. Se creía liberar al hombre, al proclamar su emancipación de toda confesión religiosa, al disolver el papel de toda iglesia institucional, y lo que se ha producido –y está sucediendo- es, en realidad, la disolución del propio hombre, su pérdida y fragmentación; se aventuraba la grandeza, la libertad y la felicidad plena del hombre, sin sumisión alguna enajenante ni opresora; se anunciaba, en el fondo, un renacer de la humanidad… pero el resultado es, en realidad, una existencia sumergida en la amargura y la soledad, el miedo y la depresión, en la angustia y la infelicidad.
* Como escribe Berdiaev, “el hombre al perder a Dios se entrega a un elemento sin faz y sin humanidad, convirtiéndose en esclavo de la miseria inhumana”. El triunfo reciente de la denominada ideología de género no es sino la última manifestación. Se rompió con la idea de creación divina, al encontrar la teoría de la evolución; se eliminó el gobierno del alma al reemplazarla por el poder de la mente e incluso por el influjo de pulsiones subconscientes; ahora se derriba este resquicio natural que quedaba en pie: la diferencia natural de los sexos, con su consiguiente diferencia funcional. El ataque apunta a la derrota final: el mismo origen natural de la vida humana. Cuando esta sea un producto cotidianamente artificial, el hombre habrá matado definitivamente al Creador, el hombre será Dios. Lo que está ahora en juego, pues, es crear un humanismo ateo, una cosmovisión atea.
* Detrás de todo este proceso de negación se esconde también un cierto nominalismo, que procediendo de la filosofía se ha colado también en la ética, en la política y en la cultura. Lejos queda aquel realismo (medieval) que confiaba en que las cosas son como son, que se apoyaba en el ser natural de las cosas y que hacía de éste el objeto propio del conocimiento (de aquí la idea de verdad como adecuación de la mente a la realidad objetiva de las cosas). Le sucedió el peso de la libertad y la arbitrariedad de la ley, divina o humana eso da igual: el lenguaje, como pura convención, constituye un elemento de comercio sin más relación con la naturaleza de las cosas que la que posibilita la humana convivencia. De aquí a reconocer que las cosas son como piensa la mayoría, y que el valor de la verdad es puramente consensual, no hay más que un paso, ¡que se va dando, por cierto! El mismo tema de Dios ha pasado de ser un problema filosófico, especulativo (“no hay Dios”), a una sencilla conducta cotidiana (“no me importa que exista Dios”). Dios es, cada vez más, una palabra vacía de realidad.
* Si a esto le añadimos el deseo (concupiscente) de ser como Dios, de acercarse al árbol de la ciencia y comer, que late en el fondo de todo hombre, es decir, su anhelo de autonomía independiente y su rebelión a servir, apoyada muchas veces en el éxito de la ciencia, en el poder del dinero, en la fuerza del más grande…, entonces llegamos a la absoluta complacencia del hombre, suficiente en sí mismo, que define nuestro tiempo y, como su inevitable consecuencia, al rechazo de toda religión. En efecto, la embriaguez de una sociedad, que hace del bienestar su máxima aspiración, arrastra al hombre-masa en su búsqueda de autonomía, de libertad adulta o de éxito logrado. El ateo contemporáneo, ebrio del poder de la técnica, pero olvidado de su propio fondo interior, juega a hacer de sí mismo un dios. Con ello, se priva de la luz necesaria para dar sentido a los auténticos problemas, a los más íntimos y personales de su existencia.