* Aunque el “piadoso” Kant no fuera ateo, sí negó la posibilidad de la razón para llegar a la afirmación de Dios, juntando de alguna manera un ateísmo racional con un teísmo voluntarístico. De él viene la idea de la “muerte de Dios”, extraña hasta entonces en la cultura occidental, así como la doctrina de la incapacidad de la humana razón para acceder al conocimiento de Dios. Puede que su esquema de pensamiento resuma bastante bien lo que es el planteamiento del hombre moderno occidental.
* Para entender la filosofía de Kant (y no pretendo entrar en demasiadas complicaciones) es necesario recordar que, alejado de la filosofía medieval, se movió siempre dentro del espíritu de la Ilustración. Su base es la ciencia de Newton y la metafísica de Wolff. Pero el racionalismo ilustrado nace en realidad de una idea, no de la realidad del ser: de una idea original de la que derivar todo lo demás, mediante el método matemático-analítico como paradigma de todo conocimiento humano. Según lo cual, el entendimiento queda recluido al ámbito de la experiencia y la razón anulada en su posible ascenso a la trascendencia.
* El filósofo alemán parte, pues, de puros conceptos analítico-matemáticos, con la premisa racionalista según la cual es verdadero todo concepto que no encierra en sí contradicción alguna. Según esto, el concepto de Dios tiene las de perder pues, como decía Nicolás de Cusa, la idea de Dios es una “coincidencia de todos los opuestos”; además partiendo del concepto puro jamás se puede llegar a la realidad objetiva, esa de la experiencia. Así pues, y se mire por donde se mire, el espíritu humano no puede pensar fuera de sí mismo: cuanto conoce lo conoce por sus ideas.
* Con Kant parece como si un muro insalvable se hubiera levantado entre la apariencia en el mundo y su realidad. El principio metafísico de la causalidad, uno de los pilares fundamentales en la estructura de las pruebas tomistas para la demostración de Dios, es convertido en uno de los esquemas subjetivos del pensamiento humano y no en un puente incomparable de acceso a la realidad. Según esto, las pruebas tradicionales de la teología natural se tornan inútiles, por ser absurdas e ininteligibles.
* Con todo, Kant no niega la existencia de Dios sino su accesibilidad racional. De la metafísica pasa al dominio de la ética, para su afirmación, edificada sobre el postulado de un Ser Supremo. Ante la incapacidad de la razón recurre al imperativo práctico de la voluntad, haciendo de la religión, últimamente, una conducta moral, cuya ley autónoma viene definida por el deber puro en la realización del bien supremo. Dios existe, porque así lo exige la felicidad del hombre; pero no se puede asegurar, racionalmente, esta creencia.
* Pronto vendrán otros pensadores que llevarán más lejos las consecuencias de estas premisas iniciales (Fichte, Hegel y Schelling, entre otros). La fe será sustituida por la filosofía y la libertad de la razón; una libertad que elimina cualquier autoridad dogmática o teológica e incluso moral; en esta autonomía, el hombre no necesita la tutela de ninguna religión pues se basta la naturaleza misma y su destino. Una de las consecuencias de este “iluminismo deísta” es que, sin negar teóricamente a Dios, lo recluye a una región inaccesible que ya nada tiene que ver con el discurrir del mundo. Sin providencia, Dios va perdiendo interés para la vida del hombre que se ve conducido, en su proceder autónomo, a una religión más intimista y a una moral de tipo naturalista. Dios se convierte, poco a poco en objeto de una experiencia fideísta, sin contenido dogmático alguno pero sobrecargado de emociones.
*El hombre influenciado por este modo de pensar no termina de conocer realmente el misterio de la fe, el misterio de Dios y, me atrevería a decir, que tampoco el misterio de la razón: ser hombre significa asumir la propia limitación reconociendo en ella, en la contingencia personal, una resonancia singular de lo divino. Terriblemente vulnerable e incapaz de dar respuesta a su anhelo de autonomía plena, puede el hombre olfatear el absoluto perfectísimo de Dios, atisbado en su particular inacabamiento y defección. Frente a semejante decepción, y a fin de no ser calificados de ingenuos, insistamos afirmando que si bien la razón humana es audaz y capaz de penetrar –discurriendo- en las entrañas del ser, es también esencialmente limitada. Tan erróneo es afirmar que la razón ni sabe ni puede saber nada de la realidad o de Dios, como sostener que puede saberlo todo con absoluta claridad.