*Visto que Dios es uno –en su doble significado de simple y de único- vamos a examinar lo que queremos decir cuando afirmamos que Dios es también bueno. Recordamos que nos movemos en el nivel del conocimiento humano, de la razón natural, y no únicamente en el ámbito de la fe: a estas realidades puede llegar el hombre con el recto ejercicio de su pensamiento, incluso cuando no ha recibido la luz sobrenatural de la fe. Tres aspectos que me parece muy importante aclarar.
*Afirmar la bondad de Dios nos lleva, en primer lugar, a lo más profundo de su ser, de su realidad divina: él es el bien supremo, es decir, la realidad máximamente deseable y objeto de la voluntad. Dice santo Tomás que bueno es “lo que todos apetecen”. Pues bien, Dios es sumamente amable –digno de ser amado y querido- en primer lugar para sí mismo: Dios se ama a sí y no puede no amarse, no gozar de su bondad absoluta. Pero esto no significa egoísmo, pues, como diré, este amor no le encierra sino que se difunde gratuitamente, después, fuera de sí, a cuanto libremente ha creado. Esta es la bondad más pura, al margen de otras consideraciones de tipo moral o incluso práctico y utilitario, como cuando decimos que un cuchillo es bueno o un amigo que tenemos. Antes que todo eso, las cosas son buenas porque sí, por lo que son: pues Dios, ser supremo y máxima realidad, es también el bien sumo. Dios es bueno porque es; y como es el ser más perfecto, es el bien más perfecto.
* Porque Dios es bueno, la perfección más plena, plenitud de realidad, inmutable y santo, es también causa y creador de todas las cosas (de manera singular del hombre). Él no obra por necesidad o coacción alguna, sino libremente y por amor. La idea de la bondad moral, esa que consideramos cuando decimos de una persona que es buena, de un ciudadano que es bueno, o incluso de un animal de compañía que lo es, se cumple y con creces también en Dios. Dios es buenísimo, es decir, obra no por interés egoísta sino por amor. Dios no se busca a sí, ni pretende su propia vanidad (si así podemos decir), sino que en todo se ofrece, se dona buscando el bien de cuanto ha creado, especialmente de su criatura el hombre, llamado a una relación especial de intimidad con él. Nosotros cuando hacemos algo no podemos dejar de pensar en nuestro propio beneficio, aunque sea de manera muy pequeña (cuanto más amor, ciertamente, menos pensaremos así), pero dada nuestra condición finita y mortal no podemos olvidarnos por completo de nosotros mismos al obrar. Dios no es así. Nada hace fuera de sí, sino para comunicarse gratuitamente; nada le falta ni nada puede querer que no posea. Es totalmente feliz y perfecto. Pero obra para compartir su propia perfección, no para adquirirla o aumentarla, como nosotros.
* Así pues, cuando Dios crea, libremente y por amor, lo hace ordenando todo a sí mismo: Decir que él es bueno significa reconocer que es la meta final a la que todo se encamina, que él es su bien en cuanto su propia perfección. Muchos son los fines inmediatos que se proponen las criaturas, también los hombres; muchas son las cosas que, como buenas, todos apetecen. Y, sin embargo, detrás de cada objeto deseado, el hombre suspira por el bien definitivo: aquel en cuya posesión pueda encontrar el descanso definitivo (Nos hiciste Señor para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que repose en ti, que decía san Agustín). No hay nada en este mundo, material y finito, que posea esta cualidad tan grande; nada es plenamente duradero ni definitivo. No hay ningún bien (sea cosa o persona) que se nos presente en este mundo como el bien absoluto al margen del cual nos sería imposible vivir y gozar; nada ni nadie se nos presenta como irresistiblemente amable o apetecible. Por eso tenemos que elegir continuamente y decidir por qué o cuáles bienes optamos. Y en esto reside, precisamente, uno de los aspectos más grandes de nuestra libertad. Cuanto más nos acerquen los bienes parciales que elegimos, al bien último y definitivo (a Dios), mejor nos harán: no sólo que nos hagan mejor personas, en sentido moral, sino que nos harán personas más buenas, en sentido profundo (ontológico). Grande es, pues, nuestra responsabilidad de dirigir nuestra apetencia hacia… Dios, sumo bien. Nada hay comparable a Dios, y nada por encima de él puede dar consuelo y satisfacción plena a la voluntad humana.