*Todo hombre desea, por naturaleza, ser feliz. No conozco a nadie que en las intenciones por las que obra o deja de hacerlo, se encuentre la pretensión del dolor, como tal, de la infelicidad o la amargura, porque sí. No. Todos cuando obramos, cuando pensamos o decimos, lo hacemos porque queremos poseer aquello que, considerado bueno, nos hace felices, nos sacia, nos hace reposar. Un amigo, una casa, unos estudios o, en una tarde de verano, un poco de agua fresca, se convierten para nosotros en el rostro inmediato y accesible de una felicidad, aquí y ahora, cuya verdadera identidad puede que desconozcamos, o que nos resulte inaccesible en realidad. Pero es el fin por el que obramos. ¡Queremos ser felices, vivir bien!
*Inaccesible resulta, de hecho, cuando aquellas cosas o personas, en cuya posesión hacíamos residir nuestra vivencia de la felicidad, se nos esfuman de las manos. No es algo tan extraño, en nuestro cotidiano vivir, que el disfrute de las cosas naturales, necesarias o superfluas, no nos duran cuanto en el fondo deseamos: nada dura tanto como para hacernos reposar en su sosiego indefinidamente. Las cosas se acaban, y las relaciones afectivas, por buenas y nobles que sean, flaquean, se enfrían y, alguna que otra, se pierde para siempre. De las pocas relaciones amistosas que tenemos, menos lo son de manera estable y, aun esas, no poseen la garantía de la eterna fidelidad. La salud, el reposo, la diversión y el entretenimiento, en esta vida, portan el sello de la contingencia y la liviandad. Es un hecho constatado por todos, a veces con lágrimas en el alma, que no alcanzamos en el curso de nuestra vida cotidiana nada que nos haga, absolutamente, feliz.
*La pregunta, cuando cae la noche y el alma se descubre en soledad, no puede por menos que brotar: ¿existe acaso algo, vive alguien –esa fiesta que no acabe nunca- en cuya posesión el hombre pueda plenamente descansar? Algo, alguien, que venga a colmar la búsqueda natural que todos sentimos de una felicidad auténtica, inmutable, para siempre… La alternativa se presenta en estos términos: o existe (algo y en algún lugar, de otro orden o categoría que lo temporal, que se pueda presentar como garantía de esa deseada felicidad), o el hombre está condenado, por su propio nacimiento humano, a la infelicidad, es decir, a una radical insatisfacción; por tanto, o ha de llevar una existencia absurda o, en el mejor de los casos, ha de entregarse a todo lo que de inmediato y placentero encuentre, sabiendo que la duración de su felicidad será tanta como duren –y mientras duren- los efímeros bienes que su propia comodidad le alcance.
* Con todo, creo que esta opción con la que topamos, y que consiste en tener que elegir entre una vida sin sentido -una existencia absurda que culmina en el suicidio-, o entregarse a la satisfacción inmediata de las necesidades básicas, no puede ignorar una tercera vía, aquella que pasa por reconocer, aun en la modestia de nuestra fragilidad, que debe haber alguna realidad más allá del recortado alcance de nuestros sentidos, pero capaz de otorgarnos ese sentido de plenitud que anhelamos.
* No digo que Dios sea el resultado de una proyección del deseo alienado del corazón humano, cuando se descubre insatisfecho o inmerso en la contradicción de un anhelo no colmado. No es el resultado de nuestra frustración como escape posible para salir de ella con éxito, venciendo la desesperación. Es al revés. Se trata más bien de reconocer una huella de su divino obrar en el hondón de nuestra alma y de confesar que, si es incapaz de saciarse con nada de cuanto material le rodea, eso es porque ha sido creado en un religioso designio para ser saciado, últimamente, por Dios.