* Continuando con la reflexión anterior, sobre la importancia que tiene una iluminación cristiana respecto de este complejo mundo de la técnica que nos embarga, podemos añadir algún detalle más.
* La mentalidad moderna poco o nada tiene ya que ver con una mentalidad cristiana. La preocupación exclusiva por la sociedad del bienestar nos ha llevado a olvidarnos de nuestra peregrinación interior hacia la patria celestial, y termina por frustrar la auténtica vocación humana. El hombre se rodea de cosas innovadoras, pero termina por sentirse cada vez más solo en su interior. El niño puede jugar con los juegos más insospechados en épocas pasadas y, sin embargo, no terminar de gozar ni disfrutar del todo. El joven está conectado a un sinfín de objetos que no pueden, ni podrán, calmar su más profunda inquietud. La mujer, emancipada, ya no tiene que trabajar tanto, ni tan fatigosamente, pero a veces el precio pagado es el olvido o menosprecio de su singular (femenina) identidad…
* Un paseo por cualquier residencia de ancianos, de las que proliferan hoy en día, tendría que hacernos reflexionar. No falta adelanto tecnológico alguno; el personal auxiliar suele ser numeroso y cualificado; las comodidades suelen ser satisfactorias; las ventajas muchas y los recursos abundantes. Y, sin embargo, en los rostros de los residentes se descubre el tedio y la tristeza, la soledad y la amargura. Lo que se ha creado para incrementar el bienestar, termina por originar la peor de las miserias.
* El hombre es algo más que una suma incontable de cosas por tener. Necesitamos recuperar una visión de su profundidad, del alcance de su dignidad. Necesitamos que lo externo no nos impida redescubrir nuestra propia interioridad. Hemos de aprovechar el confort, el conjunto de los medios y herramientas para dirigirnos, sin parar, hacia un descuidado bien-ser, que nos posibilite una vida mejor. En ello nos lo jugamos todo cuanto somos, también cuanto podemos hacer. Recordemos que el hombre, la persona, es el fin de todos los recursos y nunca el medio para incrementarlos. Sólo la reconquista de nuestra vida espiritual conducirá a la humanidad a la victoria sobre el egoísmo atroz, consecuencia inevitable de la mentalidad que coloca el tener por encima de la primacía del ser.
* En juego está la pregunta por el sentido último y definitivo del ser humano. Pero esta no es cuestión que corresponda a los dominios de la ciencia experimental, sino más bien al terreno arduo de la filosofía y, sobre todo, de la religión. Si la ciencia, como vimos, se preocupa del cómo de las cosas, la religión ofrece luces sobre su porqué; y aun cuando aquella investigue, de alguna manera, las causas de la realidad, nunca llega hasta los niveles más profundos de su ser: el principio último, la finalidad definitiva… eso es ¡harina de otro costal!
* Se hace necesario recordar, además, que en el origen de toda posible perversión se encuentra la tentación y el pecado. Si el progreso mira a conseguir mejor la siempre deseada felicidad humana, cabe que se busque al margen de Dios e incluso contra su divino plan. Pero cuando el hombre se aparta de Dios, desoyendo su voz interior, suele ser él mismo quien paga sus dramáticas consecuencias. Por eso se impone aquella conversión de la mente y del corazón que sea capaz de purificar los desórdenes provocados y de reconducir los trabajos humanos a su verdadero fin. Usando de las cosas con un espíritu evangélico, que ni renuncia a sus legítimas conquistas, ni lo hace a costa de perder a Dios, es como el hombre cumple finalmente con su misión. La renovación que realiza el encuentro con el Cristo redentor es lo único que puede devolver, absolutamente, al quehacer humano su más profundo valor. El encuentro salvífico con Cristo no amortigua, subraya el Concilio, sino más bien aviva, la preocupación de perfeccionar la tierra en que vivimos construyendo en ella, finalmente, un anticipo del Reino de Dios.