*Retomamos nuestro itinerario reflexivo acerca de algunas cuestiones de interés para todo creyente que quiere hacer de su fe un acto personal, consciente y bien fundado. Ya vimos cómo la razón humana, en su natural discurrir, y a partir del conocimiento de cuanto le rodea, puede llegar a afirmar la existencia de Dios. Si bien no todos los hombres lo han hecho con acierto, ni con facilidad o sin mezcla de error, nuestra inteligencia es capaz de reconocer en las cosas naturales –e incluso en su propia interioridad- una huella del Supremo Creador. Al hacerlo, al descubrir en la Causa Absoluta la razón de ser de todo lo demás, nos encontramos con un conjunto de atributos o cualidades que manifiestan algo de su modo de ser: si el hombre procede honestamente en su investigación, y su inteligencia sigue las huellas de la verdad, que encuentra en cuanto le rodea e incluso en su propio interior, atisba el rostro de Dios y su naturaleza. Podemos saber que Dios existe y, aunque pobremente, podemos decir algo de cómo es: así, vimos que la unidad y la bondad, la eternidad y la inmutabilidad, la ciencia y la voluntad omnipotente son algunos de los rasgos que definen a Aquél que da lugar a todo cuanto nos rodea.
*El ateísmo, en cambio, rechaza cualquier idea de trascendencia, de explicación superior, de relación de dependencia entre el mundo y Dios. No hay más realidad que el mundo material: ya sea en nombre de las pretensiones de la ciencia, ya sea en nombre de una concepción deforme de la libertad humana, o como rebeldía ante la presencia del mal, lo cierto es que no son pocos los que en nuestro tiempo niegan la existencia de Dios.
*Por otro lado, se hace cada vez más frecuente, hoy en día, la opinión de quien confunde el ámbito del cielo y de la tierra, y termina por eliminar la distinción entre lo divino y lo mundano, entre Dios y la naturaleza. Planteamientos de tipo panteísta conducen a pensar que todo es divino, que el mundo y la naturaleza gozan de cierto carácter sagrado. Dos consecuencias graves se desprenden de este modo de pensar: por una parte, la realidad natural sería como una emanación necesaria o sombra de lo alto que, brotando del absoluto, no se distingue verdaderamente de él; por otra parte, al revestirse ciertas cosas de una energía como divina se contagian también del carácter necesario –que tiene lo eterno-, con lo que se pone en peligro la libertad humana y la sana autonomía del orden creado.
*Veremos en los próximos textos que hay una verdadera relación entre el mundo y Dios, pero trataremos de entender su significado correctamente, para no perder de vista la trascendencia de Dios –sin caer, por ello, en una lejanía indiferente del Creador respecto a su creación-, y sin renunciar a la presencia cercana del Señor –pero si caer ahora en una confusión inmanente de niveles, que terminaría por negar lo que es propio de Dios. Dios no depende del mundo para ser lo que es; pero siendo perfectamente libre, ha querido establecer una relación estrecha con el mundo, la cual se inicia en el momento mismo de la creación y se mantiene en su conservación y progresiva perfección. No hemos de pensar en un Dios tan lejano de nosotros que nada tenga que ver con nuestra vida ni al que nada le importe cuanto nos sucede. Como principio de todo, Dios tiene algún tipo de vinculación (que intentaremos aclarar) con sus efectos, con la obra de sus “manos”. Y si podemos afirmar que hay cierto parentesco o semejanza entre un autor y la obra que realiza, respecto de Dios algo parecido podemos decir: Él nos crea, nos asiste y nos mueve con su fuerza, nos conoce y nos llama con su gracia. Veremos en qué sentido mantenemos esta estrecha relación –amorosa- sin que para Dios suponga limitación o imperfección alguna.