*He oído decir que el panteísmo es el error filosófico (a propósito de Dios) más próximo al cristianismo. Y tal vez sea así, por la parte de verdad que contiene. Pensemos en el conjunto de creencias, orientales sobre todo, que hacen de lo divino un espíritu que lo impregna todo, hasta confundirse precisamente con todo: Averroes y Bruno, Spinoza y Hegel, Lao-Tsé y el Brahmanismo, no son sino algunos de sus representantes. Si sólo Dios es lo real, el mundo no puede sino ser tenido por una de sus manifestaciones o emanaciones accidentales, pero privado de realidad propia. La reciente New Age no está lejos de esta postura en algunas de sus expresiones.
*Dos son los conceptos claves que nos pueden ayudar a descifrar el pensamiento panteísta. Por un lado, el profundo sentimiento de la inmanencia divina, o sea, de su radical presencia en todo aquello que nos rodea, y que nosotros mismos somos. Tan cerca y dentro del mundo se encuentra Dios que termina por confundirse con él. Como advertimos, aquí reside su parte de verdad, pues si escuchamos a San Pablo, no podemos menos de confesar que “en Dios vivimos, nos movemos y existimos”. Claro que lo que esta convicción olvida es la no menor trascendencia de Dios, su absoluta independencia con relación al mundo por él creado. Si bien es verdad que el Creador divino está presente en todo aquello a lo que da el ser, no es menos verdad que su infinita trascendencia impide que se diluya o se confunda con ello.
*Por otro lado, la aplicación de un discurso basado en la univocidad (de los conceptos y los términos) conduce el argumento a concebir a Dios de un modo enteramente antropomórfico, según nuestros propios esquemas y categorías. No podemos pensar las cualidades de Dios, o su presencia, al modo de nuestro tiempo y nuestro espacio, pues su realidad divina excede absolutamente el orden de la medida espacio-temporal. No son adecuadas –aunque no tengamos otras- nuestras imágenes de lo divino.
*Una experiencia religiosa, cuando está ordenada, no sólo capta la presencia envolvente de la realidad divina, sino también su intangible majestad que nos supera. No sólo siente el espíritu humano un impulso que le invade y le penetra –haciéndole ser- sino que lo barrunta, aunque incierto, como soberanamente mayor. ¿Cómo, si no, podría estar realmente presente a todo si no fuera Dios trascendente y, a la vez, diferente a todo? La certeza de que nada de cuanto vemos se ha hecho a sí mismo –aunque la ciencia nos invita a pensar en una autogeneración de la materia- nos coloca ante la omnipotencia del Dios creador. Ni mi vida, ni el universo, ni los demás seres ni mi propia alma, han surgido porque sí, espontáneamente. Todo procede de Él, primera causa, y todo nos ha sido conferido gracias a Él. Por mucho que la ciencia y la economía, la política o la vida de la sociedad nos hagan vivir como si no hubiera Dios, en el fondo del corazón todo hombre sospecha que no puede ser así.
*Es verdad que sólo Dios es el supremo Pensamiento que todo lo abarca, la Causa primera que todo lo hace o el Absoluto Poder que todo lo gobierna. Pero tan sólo un modo análogo de concebir las mencionadas perfecciones puede hacer que, ni separemos a Dios tan lejos que nada tenga que ver con el mundo creado, ni lo identifiquemos tanto con nuestra realidad que termine por perder la suya. En el fondo, el panteísmo termina por hacer flaco favor no sólo a Dios –a quien disuelve en la materia-, sino también al propio mundo –que pierde su sustantiva realidad para convertirse en pura modalidad divina. O perdemos su inmanencia o lo que se compromete es su trascendencia. El camino de la analogía, basado en el parecido, a la par que en la diferencia, entre Dios y el mundo, se erige como el único camino posible para que el hombre de la tierra, en su reflexión natural, se acerque al Dios del cielo.