*Digamos que, con relación al ateísmo, una filosofía de alcance verdaderamente metafísico debe sostener la trascendencia absoluta del ser humano, su apertura a la realidad infinita de Dios o, dicho de otra manera, su capacidad de interactuar con un ser personal divino. Como señala Rahner, esta dimensión trascendente, que se halla implícita en el conocimiento espiritual y en toda acción libre moral, se puede actualizar bien aceptando la mencionada relación ontológica de dependencia, bien negando todo vínculo con Dios, bien asumiéndola de modo espontáneo, bien haciéndola consciente y libremente aceptada. Según esto, cabe pensar en un ateo que viva de cierto teísmo implícito o escondido, sin saberlo, pero cabe pensar también en un teísmo meramente nominal, que no termine de realizar vivencialmente la esencia de aquella relación con Dios o que la niega culpablemente con su vida. Y, por supuesto, cabe pensar en un ateo que, encerrado en su soberbia negación, niega la trascendencia y hace de su postura un comportamiento explícito y reflejo.
*Sin que sea posible, muchas veces, entrar en una valoración individual de tipo moral (¡sólo Dios sabe lo que se esconde en los corazones de los hombres!) sí podemos afirmar que, dado que el hombre se define por aquella apertura radical a la trascendencia, el ateísmo es algo terrible para él mismo, manifestación del error y del pecado de los hombres, signo de su enemistad con Dios. El mensaje de la muerte de Dios no conlleva la liberación del ser humano: donde no está Dios no encuentra el hombre sino un vacío y sinsentido atroces.
*Si no siempre es fácil encontrar un convencimiento ateo teórico riguroso, ni conservar un comportamiento coherente con él, menos posible parece cuando consideramos el ámbito práctico del obrar moral. Este es el parecer de Rahner. Donde se afirma una obligación moral incondicional, late de alguna manera una afirmación de Dios, por implícita que sea, aunque el sujeto no logre objetivarla conceptualmente. En el fondo, la dignidad del ser humano es posible si existe un Dios que la garantice contra toda amenaza humana. Es lo que vimos a propósito de la demostración racional de la existencia de Dios, con el nombre de la sanción moral. La afirmación de una obligación moral absoluta e incondicional y de un fundamento objetivo, constituye de algún modo una afirmación de Dios o, al menos, un indicio de que la pregunta por Él no es superflua. Claro que podemos pensar en una ética sin Dios, porque se ignora o porque se niega. Pero la validez y la obligatoriedad absoluta de la ley moral se fundan en una trascendencia del hombre que lo supera y que remite a otro más grande que sí.
*Aunque no es cuestión de demonizar al ateo, como dijimos, no podemos pasar por alto todo aquello que la teología afirma acerca del pecado y de la negación de Dios. La aceptación o el rechazo de Dios no es algo que tan sólo tenga que ver con la mente del sujeto humano o con un problema de erudición; en juego está un modo de plantear la existencia, abierta o cerrada a su sentido último, a su bien mayor y definitivo. En juego está, en definitiva, la respuesta a la llamada de Dios.
*Pero conviene tener presente que, posiblemente, el mismo término Dios no signifique ya lo mismo para todos los hombres de nuestro tiempo. La filosofía del lenguaje y la de la religión nos podrán ofrecer su ayuda imprescindible. Se impone tomar en serio las objeciones del ateísmo, sopesar sus razones y cribar sus argumentos a fin de establecer un poco de orden y claridad en una cuestión tan compleja como esta. En cualquier caso, pasar del anatema a una postura de diálogo, como plantea el Vaticano II, también con quienes rechazan a Dios, para aceptar lo que de positivo puedan tener y colaborar con ellos, será siempre la mejor de las reacciones si queremos provocar la duda o suscitar una pregunta. Lo contrario será siempre dar motivos para justificar la propia cerrazón.