* Visto cómo intervienen la autoridad y el testimonio en el asentimiento de la fe, ahora hemos de especificar algún detalle más sobre la fe en un Dios que ha entrado en la historia para establecer vínculos de comunión con la familia humana, a fin de conducirla hacia la salvación eterna. No quiero avanzar sin evocar el testimonio de A. Frossard (Dieu en questions, 15), para quien “la fe es un fenómeno de imantación recíproco entre Dios, cuyo recogimiento atrae nuestro ser más allá de sí mismo, y esta generosa disposición del corazón humano a creer en el amor, a pesar de todas las apariencias contrarias, disposición que ejerce sobre la divina caridad una atracción irresistible”.
* A comienzos del citado libro, el pensador francés narra brevemente el hecho singular de su conversión: por equivocación entró en una iglesia con la adoración eucarística, entró como “ateo idiota” (es decir, como esos que sin creer no se plantean las cuestiones fundamentales de la vida) –sin pena, ni inquietud ni curiosidad- pero salió creyente para toda la vida. Este misterioso intercambio de actitudes en el corazón del joven, ahora traspasado por una intuición luminosa del espíritu que le hace descubrir la verdad de un Dios que existe, así como la verdad de su propia interioridad, dista mucho de ser una mera experiencia subjetiva. En adelante, la realidad de Dios se le impone con mayor fuerza que las cosas mundanas mismas que le rodean. De alguna manera también en este caso encontramos aquellos dos elementos que se dan en toda repuesta humana que pone en juego el ejercicio de la fe: un contenido y unos motivos de adhesión.
* El contenido lo componen todas las verdades de la religión. Es lo que los teólogos denominan el objeto material de la fe. En el fondo, es el conjunto de verdades contenidas en el Credo, y que se refieren al misterio de la Trinidad y de la Encarnación del Verbo, así como a la enseñanza transmitida por los Apóstoles y conservada en el seno de la Iglesia. Es la Revelación.
* En cuanto al motivo, o dicho de otra manera, la luz bajo la cual afirmamos aquella verdad y nos adherimos a ella, y que los teólogos denominan el objeto formal de la fe, no puede ser otro que el testimonio de Dios mismo. No es, la razón de nuestro asentimiento, la evidencia mediata o no del dogma, sino el hecho de que todas sus verdades se nos presentan bajo la autoridad singular del Dios que se manifiesta, y que no puede ni engañarse ni engañarnos.
* En el fondo, la fe es una virtud por la que el hombre reconoce una de las perfecciones divinas, su veracidad, y gracias a ella acepta cuanto Él ha revelado. No se trata realmente de dos cosas separadas, la verdad y la autoridad divina, sino de un único objeto total, esto es, la verdad revestida de esa propiedad singular gracias a la cual ella se convierte en objeto de la fe. Una verdad de fe se nos propone como dicha por Dios, y es por eso que nosotros la aceptamos. La verdad primera es la verdad subsistente de Dios: no son afirmaciones huecas ni vacías, ni tampoco teorías impersonales, sino la realidad misma de Dios, que es ser personal. No creemos sólo algo, sino que lo aceptamos porque creemos fundamentalmente en Alguien. Él es el único maestro de la ciencia cuyo objeto es Él mismo. Por eso se ha dicho que creemos en Dios por Dios.