* Continuamos nuestro análisis del acto de fe, profundizando hoy en la dimensión de la libertad que le caracteriza. Nuestra voluntad no sólo tiene la capacidad de aplicar la inteligencia a la consideración de las proposiciones de fe para obtener su asentimiento; tiene también el sorprendente poder de hacerla retroceder, de oponerse y rechazar la invitación a creer. Nuestra fe permanece siempre un acto libre. En el fondo de muchos corazones se esconde una curiosa tendencia a rechazar y oponerse a todo cuanto nos viene mediante la autoridad de otro, no digamos si se trata de la autoridad de la Iglesia o del mismo Dios. Incluso una evidencia que se nos impone con claridad puede ser utilizada y manipulada, pervirtiendo su sentido auténtico, para un fin retorcido o capcioso. Los prejuicios y el influjo de las pasiones conducen, no pocas veces, a que el hombre se someta al imperio de su vanidad antes que a confiarse humildemente a la proposición de Otro mayor.
* Cuando enumeramos las características de la fe ya dijimos algo de este rasgo (su libertad) que tiene la vida creyente, en cuanto que es siempre acción humana, al fin y al cabo. Ahora vamos a añadir algún detalle más.
* La fe es libre por la naturaleza de su objeto. Se trata de una verdad –de un conjunto de verdades- absolutamente trascendente que desborda por todos lados las posibilidades de nuestro humano conocer. El misterio de Dios y todo lo que con él se relaciona puede encontrar en nuestra especulación alguna aclaración, como dijimos, en virtud de un procedimiento análogo, que parte de lo conocido y se remonta por vía de comparación, de afirmación y negación, hasta cimas antes insospechadas. Pero, en su limitación humana, la inteligencia creada no puede sino sospechar –de lejos- lo que un día ciertamente contemplará cara a cara, en el cielo.
* También tiene que ver con la libertad de nuestra fe, no ya la esencia y dignidad del objeto, sino el modo de su adquisición o, lo que es lo mismo, la naturaleza del motivo de la fe, que ya dijimos reside en el testimonio. Vimos que todo testimonio, del tipo que sea, permanece extrínseco a nuestro fuero personal y también a la verdad transmitida. La razón y la lógica no obran sino como desde fuera, como un principio exterior. La conexión se establece entre una afirmación, la cualidad de la persona que testifica y la coherencia del mensaje transmitido. Pero ese tipo de “claridad”, si así se puede decir, no excluye de manera absoluta ni la posibilidad del rechazo, ni el temor a equivocarse. Por eso mismo, como hemos dicho, se requiere del papel insustituible de una voluntad firme que nos empuje a creer.
* En fin, la condición presente de nuestras facultades hace que, por muy lógico que sea, un testimonio no podrá provocar nuestro asentimiento a menos que nosotros lo queramos. El hombre queda siempre a expensas de una respuesta que brota de su libertad. Dios, decía A. Lèonard, puede ser convincente pero nunca actúa de un modo «constriñente», es decir, obligando o violentando la decisión del hombres, su confidente. En el ejercicio de nuestro entendimiento hay siempre algo oscuro, incomprensible, alguna frontera en el conocimiento de las cosas, que nos puede hacer dudar o preguntarnos si en realidad hemos alcanzado la verdad de las cosas; conocemos de manera relativa, finita y progresiva.
* En el fondo, y por más que a veces lo queramos disimular, permanece en nosotros la posibilidad de dudar. Se nos presentan dificultades que con nuestra ciencia limitada no podemos resolver. Muchas son las objeciones, teóricas y existenciales, que asaltan el peregrinaje de nuestra fe, esperando una aclaración que no siempre llega, o no siempre lo hace de la mejor y más convincente manera. Tampoco estamos exentos del asalto de la tentación, que pretende conseguir nuestra derrotada abdicación. Por eso urge, al fin, que confiados entreguemos todo nuestro ser en las manos del Dios infinito, abismo insondable de misericordia, cuyo rostro Él mismo nos ha revelado, y cuyo fondo podemos atisbar en lo profundo de nuestra experiencia personal. La certeza de la fe no sólo tiene que ver con el mérito de una inteligencia lúcida, sino también con el ardor de un corazón encendido: conocimiento, sin duda del todo singular, la fe implica otro modo de sabiduría que surge en el interior de una libre y amorosa comunión.