* Mientras que el hombre sea hombre, y Dios sea Dios, al primero le será imposible del todo un conocimiento exacto del segundo, es decir, un análisis exhaustivo al modo como los que realiza con las cosas que le rodean. Precisamente la facultad humana no puede rodear a Dios ni adueñarse de su misteriosa realidad. No podemos encerrar la inmensidad del ser divino en las limitaciones de cualquiera de nuestras capacidades. El Dios infinito es siempre mucho más de lo que podemos imaginar, de lo que podemos decir y pensar. Él siempre nos sorprende y nos supera.
* Por eso la fe en Dios, que se asienta en una respuesta confiada a su palabra, es siempre un don suyo, ya que se trata de colocarse en su nivel soberano. El hombre puede disponerse, puede acoger e incluso suplicar la comunicación del ser divino. Pero por más que la voluntad mueva el ingenio de nuestra forma de pensar, es tan abismal el salto para colocarse en el nivel de Dios y convertirse en su confidente, que se necesita ser elevado y conducido gratuitamente hacia él, por una fuerza de otro orden superior.
* La experiencia religiosa, en cuyo corazón se sitúa el acto humano de la fe, es del todo original: es un don de naturaleza sobrenatural, un hábito divino, que se asienta sobre las facultades humanas y que provoca una respuesta que cuenta, no obstante, con la libertad también humana. La gracia mueve y eleva la humana adhesión, pero nunca fuerza de manera violenta nuestro humano asentimiento a la revelación de Dios. Pero la disposición de la humana libertad pasa por una preparación intelectual, afectiva (y moral) así como, fundamentalmente, sobrenatural.
* Que la fe sea un don gratuito no quiere decir que sea ofrecido solamente a algunos, un privilegio reservado a unos cuantos seleccionados. No podemos penetrar el insondable misterio de los designios de Dios para saber por qué son muchos los que no creen y otros tantos los que abandonan la fe, después de haberla conocido. Tremenda cuestión que nos ha de sumergir en la constante adoración y en el silencio de una reflexión humilde y confiada. Para los que decimos tener fe es de suma importancia saber si vivimos todas las consecuencias que de ella se desprenden, si vivimos con coherencia y responsabilidad, abiertos continuamente a su invitación salvífica, si dejamos que su luz ilumine y renueve cada paso de nuestra vida. Más que juzgar a los demás se trata, por tanto, de examinar nuestra propia respuesta personal.
* El don de la fe no se puede identificar con ninguna postura integrista ni de violencia, por justificada que pudiera parecer. No son pocos los que hoy día aprovechan sucesos de índole fundamentalista para arremeter contra todo tipo de creencia religiosa, haciendo de la fe en Dios la causa de los numerosos conflictos y violencias desencadenados en la historia de los pueblos. Mejor sería caminar, parece indicarse, hacia una sociedad en la que la religión sea substituida por una especie de sentimiento humano de fraternidad, donde la lucha por la igualdad constituya el único compromiso de la libertad y la responsabilidad para todos.
* En el fondo se esconde una perversión de lo sagrado, una deformación de la idea auténtica de Dios. Cuando se manipula la idea de Dios o se instrumentaliza el anuncio sencillo de su salvación al servicio de una ideología política, se pervierte radicalmente la naturaleza del hecho religioso. El absoluto de Dios, cuya esencia es precisamente el amor, envuelve al hombre que lo busca, y lo hace partícipe de su misma condición; si algo caracteriza –o debería hacerlo- a los creyentes, es precisamente una vida comprometida en el amor. Y si a lo largo de la historia también éstos han protagonizado dramáticas escenas de violencia, de guerras y enfrentamientos, entonces hemos de afirmar sin tapujos que no es el verdadero rostro de Dios ni su mensaje lo que se defiende, sino lo que vilmente se profana.
* No podemos negar ingenuamente los múltiples casos de violencia que también en el seno de la Iglesia Católica se han producido a lo largo de la Historia, supuestamente en el nombre de la fe. Pero tampoco podemos, absorbidos por una especie de complejo nunca superado, renunciar al anuncio de las sorprendentes consecuencias que se desprenden de la vida de la fe, para cada individuo y también para la sociedad. La Iglesia Católica ha dado muestras de su arrepentimiento y, actualmente, no deja de confesar su deseo constante de renovación. Esta actitud, ciertamente ejemplar para todos, es también una invitación a reconocer que detrás de muchos de esos males se esconde una culpa personal: es, en el fondo, nuestro pecado personal lo que se ha de purificar.