* Hasta ahora hemos comentado pistas de reflexión propias del entendimiento especulativo, de más o menos peso. Pero el entendimiento práctico también conoce sus propias aproximaciones a la cuestión de Dios. En este orden de cosas cabe hablar de la analogía de la experiencia artística, una experiencia sublime que le orienta a un absoluto, toda vez que le distancia del resto de los hombres. Porque el artista se vincula, dice Maritain, con un doble absoluto que, sin ser el Absoluto, conduce a él: las exigencias de la belleza que debe transmitir y las de la obra artística que crea. Si la belleza es un trascendental, una propiedad del ser en cuanto tal, eso quiere decir que es otro nombre del infinito divino, reflejo suyo que se ilumina en todas las cosas. De ahí que, tras la contemplación de lo bello –que es creado-, el espíritu humano dirija su intención al origen de la belleza. Como no pocos artistas han señalado, en el arte el espíritu aprende a entrever el esplendor de la majestad divina, la claridad del cielo, por aquella inclinación oscura pero profunda que lo conduce al conocimiento de Dios. Por su parte, la obra artística creada, como resultado primero de la libre creatividad del espíritu, revela en su conjunto no sólo la propia subjetividad del alma artista, sino también el secreto sentido de las cosas. El espíritu, inspirado, pasa del reposo de la contemplación a la felicidad fecunda de la acción concreta.
*La búsqueda de la belleza es un rasgo propio de la condición humana. No ha existido pueblo ni cultura alguna, que no se haya definido por algún tipo de manifestación artística, por rudimentaria que haya sido. El arte aparece así, desde siempre, como otro modo de acceder a la realidad, otro modo de comprender el sentido de la vida o de acercarse incluso al Misterio. Este conocimiento, no propiamente conceptual, es un camino en el que, por connaturalidad o convivencia personal, el artista se acerca a la belleza misma de Dios: por una parte, la infinidad de matices que el arte recoge expresa la multitud de reflejos que, contemplados, remiten a una realidad superior en que todos ellos se unifican; por otra, la experiencia creadora, en virtud de la cual el sujeto humano trae a la realidad un ser concebido únicamente por su mente, fruto de su entusiasmo inspirado, es lo más parecido en este mundo a la acción creadora del poder de Dios. Nosotros, en realidad, no creamos sino manipulamos, cambiamos y transformamos cosas que ya existen y nos encontramos; sin embargo, en la producción artística hay algo de creación, un atisbo por el que comunicamos ser y realidad a lo que no era sino sueño imaginado. Nuestro espíritu revienta, y participa el ser (recibido) que porta a cuanto ha sido pensado por él.
*Esta experiencia de la belleza creadora se mueve, no obstante, en el nivel de lo creado, de la relación asombrosa de los seres mundanos. Por eso reclama un soporte material que sirve de cauce e instrumento, signo sensible en el que se plasma admirablemente el fruto invisible del espíritu: sea la palabra en la poesía, el lienzo en la pintura o el movimiento corporal de la danza, siempre la tendencia estética incorpora algún aspecto de la realidad cósmica y, tras ello, de la realidad de Dios, su creador. El arte encarna el pensamiento humano, cuando canta la gloria de Dios, como el mundo ha hecho carne la idea de Dios.