* Según G. Marcel, una cosa se convierte en problema para al hombre cuando deja de ser “algo sabido”, “algo natural” en su vida práctica. Lejos de ser del todo negativo, la problematización nos permite afrontar las cosas de otro modo que la ingenuidad o el puro instinto; nos permite ejercitar la reflexión y la conciencia despierta de lo que las cosas son. Todo periodo de crisis supone, precisamente, una ocasión que, o bien provoca, o bien circunstancialmente permite, el hecho de esta revisión racional de las ideas y principios no cuestionados en otros momentos de mayor pacificación. Algunos de los acontecimientos que definen nuestra época, bastante turbulenta, son según A. Dondeyne (en su libro La fe y el mundo en diálogo):
* La problematización de la fe y la revisión de su papel en el modo de vivir moderno. Hoy no se discute tanto sobre tal o cual verdad del dogma, sino que se cuestiona el significado global de la fe, su carácter sobrenatural y divino, absoluto por tanto. No se argumenta, fundamentalmente, sobre un aspecto u otro de nuestro credo: sencillamente se ignora la fe misma en su conjunto, el hecho de la religión. Con sus consecuencias positivas y negativas, hay que decir que nuestro tiempo ha perdido la ingenuidad, que ha cambiado su sensibilidad: no se admiten las cosas porque sí, no se aceptan las verdades transmitidas sin más.
* Algunos lo achacan a la mentalidad científica y tecnológica de nuestro tiempo; otros al relajamiento de la moral en no pocos sectores de la sociedad o, incluso, al progreso social y la sociedad del bienestar. Nosotros no podemos ser simplistas en los análisis de la situación: al fin y al cabo, junto a la deformación del espíritu científico y al peso que cobra el evolucionismo como explicación del ser humano y lo singular de todos sus cambios, florecen hoy las consecuencias de aplicar, en teología, el método histórico y el desarrollo de otras ciencias auxiliares, lo cual ha sido decisivo para su desmitologización. Y si es verdad que cualquier avance significa un reto para la fe, también contribuye, a su manera, al desarrollo del espíritu crítico y a la desacralización del mundo y de la sociedad.
* Un segundo aspecto, la unificación de nuestro mundo y el desarrollo del horizonte vital, define nuestro estar en el mundo de hoy. Los adelantos de la técnica han contribuido a derribar barreras que en otro tiempo separaban a los hombres, haciendo que ahora el mundo entero se experimente como una pequeña aldea global. La omnipresencia de los medios de comunicación social ha hecho que costumbres y creencias, modas y hábitos, en otro tiempo restringidos a lugares determinados, ahora se difundan y universalicen a una velocidad tremenda.
* En medio de este trasiego ideológico, que nos abruma, se presentan como virtudes obligadas la comprensión y la tolerancia, el sentido de la solidaridad y la defensa de los derechos de las minorías. Pero emerge, entonces, la cuestión de la verdad, de las afirmaciones absolutas de la fe cristiana y su pretensión de validez absolutamente universal. La necesidad de la Iglesia y su mediación en el mensaje de la salvación choca de frente con la reivindicación de otras culturas, de otras teorías, de otras religiones. La altísima edad del Universo, incluso la remota aparición de los primeros homínidos, contrasta con la historia corta y reciente de una fe cristiana que, sin embargo, ilumina no sólo los orígenes sino también el futuro porvenir. El hombre de hoy se encuentra ante el peligro de la indiferencia, del subjetivismo y también del relativismo.
* La complejidad de la civilización contemporánea, y su dura misión para con el hombre moderno, es el tercer rasgo que subraya Dondeyne, cuando analiza nuestro estar en el mundo que nos cobija, habiendo pasado de una situación de ingenuidad a otra de problematicidad. Cada vez la vida se hace más frenética, más veloz y agitada. Cada vez más lo que, en principio, eran soluciones para nuestros problemas desencadenan otros no previstos. La tecnificación del bienestar y la secularización no han aquietado del todo nuestro espíritu, y el hombre, materialmente más seguro, se siente acechado y vulnerable, angustiado. Superadas ya numerosas incomodidades prácticas, el moderno se estrella, en la desesperanza, contra el peso del dolor y de la muerte, en un profundo desacuerdo entre lo que anhela, como meta final de su felicidad inalterable, y lo que a duras penas consigue con esfuerzos desmedidos.
* Bien podemos decir, para terminar esta reflexión, que toda crisis (como todo crecimiento) no es solo negativa; es más bien una ocasión ambigua, paradójica. La nuestra, la de nuestro tiempo, ha de servir para profundizar la estrecha relación entre la fe y la razón, pues ambas no se oponen, ya que proceden de Dios como su creador; entre la acción de la gracia y las operaciones de nuestra naturaleza, que lejos de ser anulada resulta elevada, perfeccionada y purificada por aquella. Entre la fe y la ciencia hay tanta proximidad que no pocas veces se produce el conflicto: la mezcla de ambos niveles, sin respetar su respectiva autonomía, hace que el choque surja toda vez que afirmaciones profanas invaden el campo de la revelación, o cuando la teología se pronuncia sobre verdades que nada tienen que ver con ese de la revelación.