* No son pocos los pensadores contemporáneos que sostienen que, los argumentos tradicionales sobre la existencia de Dios, a partir de la observación del mundo, carecen de sentido en la actualidad. El mismo desarrollo de la ciencia moderna parece condenar dichos argumentos al fracaso más rotundo, cuestión que atañe tanto a afirmaciones filosóficas como religiosas. Recurrir a Dios para explicar el mundo parece ser, para quienes así piensan y como recuerda J. Delanglade en su libro Le problème de Dieu, algo propio del hombre ignorante, más confiado en la explicación de fuerzas imaginarias que en la constatación exacta de la experiencia.
* Según este planteamiento, la ciencia sería la única fuente de conocimiento verdadero y el método exclusivo para interpretar el mundo. Cabe plantear la cuestión diciendo que, o ella es capaz de decir algo acertado de Dios o la única respuesta coherente a este respecto es su negación. Pero, de hecho, la ciencia no encuentra a Dios en ninguna parte donde aplica su método riguroso. Así pues, parece que, siendo la ciencia el único modo de conocimiento válido, la única opción coherente es la negación de la existencia de Dios. Claro que esta postura, lejos de ser una conclusión científica, se apoya sobre el previo injustificado (científicamente) de que si Dios existe, la ciencia debe poder encontrarlo.
* No faltan tampoco quienes, en una dirección opuesta, consideran que los mencionados argumentos, si bien nos otorgan algo sobre la existencia divina, no pasan de ser, en sus conclusiones, ciertas vaguedades o incluso algunas nociones falsas acerca de un Dios absolutamente impersonal, que nada tiene que ver con el género humano. Para quienes así piensan, es en nombre de Dios como se deslegitima el argumento racional ascendente, para llegar al mismo Dios.
* Si es cierto que la ciencia no es un saber que pretende juzgar directamente la afirmación sobre Dios, y que a lo largo de la historia del pensamiento podemos encontrar científicos tanto creyentes como ateos, son muchos los que opinan que habría que buscar otro camino, legítimo y racional, por el que cada hombre pueda avanzar y descubrir la verdad de Dios. Más todavía, habría que intentar una senda absolutamente personal que no delegue su responsabilidad individual, apoyados únicamente sobre la estadística de quienes, en nombre de la ciencia, ya han ejercido su opción.
* En honor a la verdad hay que decir que la ciencia, ni es creyente ni atea, sino que son los que la ejercitan quienes optan por darle un valor más o menos “excluyente”. Si Dios es lo que entendemos por tal, se debe afirmar que ni hay, ni puede haber, pruebas científicas de su existencia (como tampoco de su negación). Pretender hacerlo supondría reducir la realidad trascendente de Dios a una parte material de nuestro mundo mensurable. No se puede demostrar a Dios a la manera en que se miden las fuerzas de la física o se analizan los teoremas de la matemática. La ciencia no es el único camino, ni basta cuando el hombre (en el sentido más amplio de su existencia racional) se entrega a la aventura de conocer toda la realidad, libre de cualquier prejuicio de tipo reduccionista: más allá de sus abstracciones, la vida concreta de cada hombre plantea interrogantes de muy diversa índole, a los que no se puede dar la espalda ni ridiculizar descaradamente.
* Sentado, pues, que no es la ciencia la herramienta adecuada para alcanzar la (supuesta) realidad divina, y reconocida su absoluta competencia para cuanto constituye su legítimo objeto de estudio, queda plantear la cuestión de si existe alguna otra manera accesible al ser humano para llegar a Dios. Insistamos en que la perspectiva de la ciencia sobre el mundo no es la única válida y verdadera: una mirada metafísica (y por supuesto religiosa) puede ser llevada a cabo sin el complejo de que carece de sentido, simplemente porque falta a la exactitud de la que presumen las ciencias modernas.
* Nos toca afirmar, una vez más, el carácter parcial y, por supuesto, no exclusivo, de la manera científica de conocer el mundo. Cuando el hombre, despertado en su inquietud intelectual por la maravilla del ser (de su existencia y de cuanto le rodea) percibe el desafío que le alcanza y comienza a preguntarse, desde el desinterés ante lo inmediatamente útil, por aquellas cuestiones más profundas del sentido último, ¡no pierde el tiempo! Es entonces cuando, lejos de reducirse él mismo a un objeto de la observación, se convierte en sujeto personal y viviente; entonces pasa del mundo de los hechos al mundo de la vida, de la descripción y análisis de aquellos a la pregunta por sus causas últimas, por la razón última de su ser.