*He ido exponiendo, en los textos anteriores, algunas de las principales razones (aunque a veces no son tal “razones”, en sentido estricto) que explican este fenómeno que conocemos como ateísmo, relativamente moderno en cuanto realidad social o de masas. Pero me falta señalar otro argumento que no siempre se tiene en cuenta, o no siempre se comprende de manera correcta, y que está detrás de la secularización moderna de occidente. Me refiero a la idea del mundo que aporta, a la historia del pensamiento occidental, el propio cristianismo. No es que la religión de Jesús de Nazaret sea un simple esquema mental o un conjunto interesante de ideas naturales. Se trata de un anuncio de orden sobrenatural, que ofrece la salvación eterna y que invita al hombre a un intercambio misterioso con la realidad de Dios. Pero de la verdad del Evangelio, cuyo contenido, insisto, es de otro orden, se desprenden no pocas consecuencias que también afectan a las realidades naturales. A la postre, el Universo, obra buena de Dios, se ha “desdivinizado”, racionalizado y, de este modo, ha perdido el carácter mítico o sagrado que tenía en otras religiones y culturas primitivas.
*Las verdades doctrinales del judeo-cristianismo han contribuido, y no poco, a que el hombre se valore cada vez más a sí mismo, en su grandeza y trascendencia, respecto del mundo. De ninguna otra realidad creada se afirma, ya en las primeras páginas de la Biblia, ser imagen y semejanza de Dios; de ninguna otra se afirma ser el resultado de una especial intervención de amor; ninguna otra produce, en la contemplación del Creador, una complacencia mayor; y a ninguna otra se le encomienda, por fin, poner nombre a los animales, es decir, dominar y someter, colaborando con su divino Autor, la propia tierra. Cada hombre, dice Ratzinger, cumple un proyecto de Dios que brota de la idea misma de la Creación. El hombre, como respuesta personal, es también capaz de Dios.
*Por otra parte, junto con la bondad natural de la creación, reflejo y participación de la bondad sobrenatural de Dios, la Biblia no deja de subrayar la absoluta trascendencia del Creador, a quien nadie puede ver ni nombrar, a quien nada puede representar. De este modo, la soberana majestad de un cielo distante contribuye, a su manera, a acentuar la imagen secular del mundo.
*Y así, el encuentro fecundo de estos tres elementos (la no sacralidad del mundo, la bondad del hombre y la trascendencia de Dios) ha alumbrado un concepto que nos resulta sumamente familiar en nuestros días, el de “autonomía” de los ámbitos reales, que tan bien nos ha aclarado el Vaticano II en el número 36 de Gaudium et Spes, pero de cuya mala comprensión se siguen dramáticas consecuencias.
Si por autonomía de la realidad se quiere decir que las cosas creadas y la sociedad misma gozan de propias leyes y valores, que el hombre ha de descubrir, emplear y ordenar poco a poco, es absolutamente legítima esta exigencia de autonomía. No es sólo que la reclamen imperiosamente los hombres de nuestro tiempo. Es que además responde a la voluntad del Creador. Pues, por la propia naturaleza de la creación, todas las cosas están dotadas de consistencia, verdad y bondad propias y de un propio orden regulado, que el hombre debe respetar con el reconocimiento de la metodología particular de cada ciencia o arte. Por ello, la investigación metódica en todos los campos del saber, si está realizada de una forma auténticamente científica y conforme a las normas morales, nunca será en realidad contraria a la fe, porque las realidades profanas y las de la fe tienen su origen en un mismo Dios. Más aún, quien con perseverancia y humildad se esfuerza por penetrar en los secretos de la realidad, está llevado, aun sin saberlo, como por la mano de Dios, quien, sosteniendo todas las cosas, da a todas ellas el ser. Son, a este respecto, de deplorar ciertas actitudes que, por no comprender bien el sentido de la legítima autonomía de la ciencia, se han dado algunas veces entre los propios cristianos; actitudes que, seguidas de agrias polémicas, indujeron a muchos a establecer una oposición entre la ciencia y la fe.
Pero si autonomía de lo temporal quiere decir que la realidad creada es independiente de Dios y que los hombres pueden usarla sin referencia al Creador, no hay creyente alguno a quien se le oculte la falsedad envuelta en tales palabras. La criatura sin el Creador desaparece. Por lo demás, cuantos creen en Dios, sea cual fuere su religión, escucharon siempre la manifestación de la voz de Dios en el lenguaje de la creación. Más aún, por el olvido de Dios la propia criatura queda oscurecida.
*Por lo que toca a nuestro tema, el problema no es, pues, la legítima autonomía, sino el modo incorrecto de plantearla, que es lo que conduce, finalmente, a la secularización del mundo, a la divinización progresiva del hombre y al destierro de Dios. Es lo que se apunta en el segundo párrafo del texto Conciliar. En cualquier caso, no se ha de olvidar que el ateísmo, como fenómeno social de masas, es una realidad históricamente post-cristiana: ni existe antes ni lo encontramos en sociedades todavía hoy teocráticas, en las que no se distingue el ámbito de lo profano y el de lo sagrado, lo religioso y lo secular o, dicho de otra manera, en aquellas sociedades que desconocen la mencionada autonomía de ambos órdenes de realidad. Por el hecho de ser algo arriesgada, esta diferenciación de niveles no pierde su carácter de algo bueno y deseable.