*Cuando hablamos de “creencia” en Dios estamos indicando un modo de conocimiento que, a diferencia de la ciencia exacta, no excluye, de suyo, la posibilidad de la duda, toda vez que pone de manifiesto una adhesión absolutamente libre y confiada hacia el objeto que se asiente. Esta posibilidad de duda, albergada en la libre afirmación de la fe, no reside tanto en la naturaleza de la verdad anunciada, la cual puede tener un valor sumamente objetivo e indiscutible en sí misma, sino en las condiciones subjetivas de nuestra opción, pues no nos encontramos ante una realidad evidente para nosotros, e incluso no pocas veces nos faltan elementos de conocimiento para la demostración o no gozamos siempre de la mejor disposición moral.
*De aquí se sigue que la afirmación de Dios procede de la creencia, si bien esta comporta una certeza que no se puede igualar a ninguna otra. Esto explica muchas inquietudes y angustias en la mente y el corazón de cuantos buscan la razón última de todas las cosas. Sería un error pensar que el peso de las pruebas reside en su presentación lógica y conceptual más que en la exigencia de lo absoluto y el impulso espiritual que las sostiene. En realidad, la verdad de Dios es vivida de alguna manera, antes de ser conocida. Así entendemos que para cuantos ignoran esa primera vivencia, por vaga o imprecisa que sea, todas las pruebas resulten argumentos vacíos y absolutamente inadecuados ante la magnitud de su pretensión original.
*Hay un olfato que capta la presencia de Dios en todo cuanto existe, sobre todo en los fenómenos de la vida espiritual y moral. De manera mucho más intuitiva que racional o discursiva puede el espíritu humano descubrir, o al menos barruntar, la huella de Dios en todas las cosas, en cada latido del corazón o en el mejor sentimiento moral. Descubrimos a Dios antes de probarlo, porque no se prueba lo que está ausente. Hay una primera presencia que se descubre: ¡cuántos pensadores han entendido que no buscaríamos a Dios si, de alguna manera, no lo hubiéramos sentido o encontrado ya antes!
*La cuestión es, ahora, que esa presencia intuitiva o espiritual, sentida pero no razonada, reclama precisamente dar ese paso. Cuando falla la vida del espíritu, por muchas razones, desaparece el sentido de Dios. Es necesario entonces que el rumor de Dios se haga idea clara y rigurosamente pensada. En el mundo se encuentra la firma de Dios, pero la inteligencia humana tiene ante sí el reto de encontrarla.
*El horizonte y la validez de las argumentaciones acerca de Dios no reside en hacer evidente lo que para nosotros no lo es, ni lo será jamás. Es por eso imposible que desaparezca todo resquicio de polémica y debate en este discurrir. Las pruebas responden a una necesidad racional: la propia fe, y la actitud del corazón, busca motivos y argumentos propios de la razón; pero además este es el único camino para avanzar en una experiencia auténticamente personal, que fortalece en los momentos de dificultad.
*Si las pruebas son necesarias, no son suficientes, a menos que terminemos por hacer de Dios un objeto a la medida de nuestra razón. No es la fe el resultado de una demostración humana ni la conclusión de un silogismo de rigor. De la libre opción del creyente no estará exenta nunca la connotación de riesgo y aventura que entraña hacer de la propia vida una entrega confiada a quien sentimos pero no vemos.