*Venimos comentando, en los últimos textos, cómo el hombre puede conocer, apoyado en la luz natural de su sola razón (es decir, incluso sin haber recibido el don sobrenatural de la fe), algunas cualidades del ser íntimo de Dios. Es cierto que no se tratará de un conocimiento exacto, tan cierto como el conocimiento religioso de la fe que se apoya en lo que Dios mismo nos ha revelado sobre su propio ser; pero aunque este conocimiento natural sea imperfecto, no por eso hemos de decir que no vale en absoluto, ni tenemos motivos para despreciarlo en su conjunto. Tengamos en cuenta que muchos hombres no han recibido–ni probablemente recibirán nunca-, el anuncio del Evangelio: pero no por ello están condenados a una total ceguera o ignorancia acerca del misterio de Dios, Ser supremo, creador de todo y fin último de todos los hombres. Por eso tiene especial importancia (siempre, pero más si cabe en nuestros días) que afirmemos, una y otra vez, esta capacidad real que se esconde en lo más profundo de nuestra inteligencia humana: es posible que el hombre, contando con las solas fuerzas de su razón humana, llegue a cierto conocimiento de Dios.
*Ahora bien, tenemos que evitar dos posibles errores en este modo de conocer a Dios: por un lado, aplicarle a él las cualidades que descubrimos como si las tuviera de la misma manera que nosotros, los hombres; es lo que se llama antropomorfismo, y nos puede llevar a imaginar un Ser parecido a nosotros en sus perfecciones, aunque con una diferencia meramente de grado, de cantidad. Por otro lado, hemos de evitar una postura según la cual, no podríamos decir nada de Dios, dado que entre él y nosotros la distancia que hay es infinita; es el agnosticismo que tanta gente defiende en nuestros días: Dios, si existe, es un ser tan lejano y distinto de nosotros que no tenemos fundamento alguno para conocerlo, ni para hacer afirmación alguna sobre él con sentido.
*Este ejercicio natural de la razón aplicado al conocimiento de Dios, que vengo comentando, es de suma importancia también para los propios creyentes. Es decir, que la misma fe, virtud sobrenatural infusa, en cuanto hábito necesita de una facultad humana sobre la que asentarse, y ésta es la inteligencia. Dicho de una manera coloquial, no podríamos creer si no tuviéramos cabeza para pensar: lo cual no significa que la fe religiosa sea consecuencia de nuestras fuerzas mentales, pero sí quiere decir que es imposible responder a la Palabra de Dios y creerla sin contar con ellas. Además, como el objeto de la fe no es evidente, pues a Dios no lo vemos ahí, ni lo tocamos directamente, nuestra voluntad necesita de cuantos más motivos mejor, para poder prestar su asentimiento a la verdad revelada y recibida en el anuncio del evangelio, si no quiere que el suyo sea el sí ciego y frágil de quien duda o no conoce suficientemente los argumentos de la razón. La fe misma, en su propio dinamismo, busca entender (fides quaerens intellectum), como decían los pensadores medievales, para mejor fundar el acto de su adhesión, e incluso para mejor defenderse contra errores o ataques de negación. Así pues, el ejercicio de la razón es importante para que la fe del creyente no degenere en superstición, ni sea una creencia ingenua e infundada, así como para dar un testimonio coherente de la propia convicción a quien la pida.
*Una última cuestión que considero importante tener en cuenta: siendo necesaria para la fe, la inteligencia humana no siempre está clara y límpida para ver. Dicho con otras palabras, en cuanto pecador, el hombre tiene sus facultades, desgraciadamente, afectadas tanto por el pecado original (y sus consecuencias) como por los pecados personales que a lo largo de la vida comete. Estos, aunque no corrompen la naturaleza humana, hasta el punto de hacerla incapaz de llegar a la cima del conocimiento de Dios, sí la hieren seriamente: y así, empañan la inteligencia y la dificultan en su ardua búsqueda de la verdad. También la desviación moral afecta a la voluntad humana, la cual, no siempre acierta en su adhesión al bien, más aún, en numerosas ocasiones es el mal lo que elige, aunque sea bajo apariencia de cierto bien. Todo lo cual nos coloca ante la urgente necesidad de una radical purificación de cuanto somos y hacemos, de nuestras facultades y del ejercicio de las mismas. No es indiferente, de cara al éxito final, que al serio discurrir de la inteligencia, y al libre y maduro deliberar de nuestra voluntad, le acompañe el auxilio de una vida moral pura. Si además, la gracia divina eleva y perfecciona esa dimensión ética personal, entonces cada uno podrá experimentar sin riesgo la verdad de cuanto hemos venido diciendo.