*En el texto anterior, al comenzar la reflexión sobre la relación del mundo y Dios, hicimos mención del ateísmo como la negación, no sólo de aquella relación sino del mismo Dios. Hoy día nombrar a Dios se hace cada vez más difícil, debido a un proceso creciente de secularización del mundo y endiosamiento del hombre; éste, se ha enorgullecido de sí tanto que se ha olvidado de Dios. Ahora, quisiera detenerme brevemente para subrayar algunas de las causas fundamentales que están detrás de semejante actitud teórica o, simplemente, práctica.
*El ateísmo, que como fenómeno social –de masas- es algo relativamente reciente, encuentra en la mentalidad positivista, en la razón científica, una de sus principales explicaciones. El hombre moderno cree poder explicarlo todo siguiendo los parámetros de la ciencia empírica, de tal modo que ni la realidad es algo diverso de lo constatable, ni hay porqué buscar una explicación causal más allá de esa misma realidad. No cabe hablar de algo trascendente ni en el origen, ni tampoco en cuanto meta final. Dios resulta, como decía un científico a Napoleón, una hipótesis simplemente inútil.
*Además, el anhelo de libertad y autonomía, propio de todo hombre, cuando se desata y absolutiza se rebela contra toda presunta condición o determinación ajena a sí misma. El ansia de libertad, inscrita en el corazón humano, parece chocar de bruces con la existencia de un Dios absoluto, todopoderoso y omnisciente, que pondría en peligro esa misma libertad. Si Dios existe el hombre no podría ser jamás él mismo y se vería condenado a una especie de infantilismo no sólo intelectual sino existencial, radical; y si el hombre es dueño de sí mismo, entonces resulta incómoda o inútil la existencia de un ser trascendente y divino.
*Una situación contra la que se estrella la razón autosuficiente del hombre, comprobando su incapacidad para resolver todo cuanto le sale al paso, es la existencia del dolor, la experiencia escandalosa del mal, en cualquiera de los sentidos que pensemos. Si el mal existe, es imposible que Dios exista, o que viva enriquecido por los atributos y cualidades que tradicionalmente le atribuimos: o bien Dios no es bueno (podría combatir el mal pero no quiere), o Dios no es poderoso (y entonces quiere pero no puede acabar contra la tiranía del mal). Si el sufrimiento se ceba con los inocentes de la sociedad, con los niños, nos ofrece un argumento recurrido para cuestionar o incluso negar la existencia de un Dios que pretende ser amor.
*Hay una causa última que da razón del ateísmo, como hecho más o menos reciente: se trata del pensamiento judeo-cristiano. Me explico bien, y entiéndase, por favor: no digo que el evangelio sea origen de la negación de Dios (¡es todo lo contrario!), pero sí que aporta al pensamiento y a la cultura una visión del mundo y del hombre a partir de la cual se ha desarrollado el ateísmo. La afirmación de la trascendencia absoluta de Dios, por un lado, así como la interpretación de lo creado como bueno, la capacidad de la razón humana y una cierta autonomía de lo natural respecto incluso de su creador, por otro, es la base sobre la que se edifica la secularidad del orden temporal, de los asuntos sociales o políticos. Evitar el panteísmo, en filosofía, o la teocracia, en política, es condición imprescindible para garantizar al hombre su propia dignidad individual; y hacia eso nos dirige el pensamiento cristiano.Pero cuando esta visión se pervierte, puede llegar a una soberbia concepción en virtud de la cual el sujeto termina por absolutizarse, sin más referencia causal que a sí mismo.