* Confieso mi predilección por la denominada “vía antropológica” a la hora de discurrir, con el pensamiento, a propósito de la existencia de Dios. No desprecio, con ello, ni mucho menos la “vía metafísica o cosmológica”: creo que ambas se reclaman y complementan recíprocamente. Pero en el trato personal con jóvenes estudiantes, el recurso a los argumentos del primer tipo me resulta más cercano y su interrogación más directa. Puede que las nuevas generaciones no sepan de muchas cosas o se muestren inapetentes a la hora de acrecentar su saber, su nivel cultural; pero a lo que no renuncian, de ninguna de las maneras, es a lo que brota dentro de su corazón, a las cuestiones vitales que cada semana se plantean sin poderlo evitar: cuando la fiesta acaba, cuando un ideal –pequeño o grande- se desmorona, cuando un amigo traiciona o cuando un compañero joven muere…
* En este sentido, el hecho del nacimiento, el del origen de la propia vida, no puede dejar de ser uno de esos momentos existenciales, preñado de tal densidad, que se convierte para nuestro humano pensar en indicio o huella, observando el cual, nuestra alma racional se puede orientar tras la senda de Dios. Ciertamente es un dato, un problema contemporáneo, la pérdida del sentido del asombro, la atrofia de la silenciosa contemplación y de la admiración ante fenómenos tan maravillosos como el nacimiento de un nuevo ser humano. El origen de la persona, lo que eso significa a nivel biológico, físico y natural, pero también a nivel filosófico y espiritual, no puede dejar de levantar nuestra mente a la consideración de la fuente de la vida: ¿de dónde venimos?, ¿qué es la vida?, ¿qué grandeza oculta semejante criatura, tras su aparente pequeñez corporal?, ¿cómo y por qué ha surgido la vida de este ser inteligente que es cada hombre?, etc.
* Si aquél fenómeno se encuentra en el origen, este otro lo encontramos al final: el hecho del sufrimiento, del dolor y, sobre todo, el inevitable acontecimiento de la muerte ha sido, y sigue siendo, uno de esos lugares problemáticos que incomodan a todo homo viator, haciéndolo pensar. En efecto, la muerte da qué pensar. Y lo hace toda vez que el hombre renuncia a conducirse por la vida en el nivel inferior, ese que comparte con los animales, el de los instintos y tendencias, el de la mera utilidad o la satisfacción placentera de su sensibilidad. Cuando ante un acontecimiento de este tipo, el hombre deja oír la voz oculta de su conciencia, resonancia de otra presencia superior, no puede menos que encarar la duda y la pregunta: ¿qué sentido tiene el sufrimiento corporal –a veces tan atroz- y el dolor en el espíritu?, ¿morimos del todo o pervivimos de alguna manera?, ¿cabe esperar en algo más o nuestra vida se apaga y desaparece como la realidad material que nos envuelve?, ¿cabe pensar en algún tipo de vínculo con aquellos que en la tierra amamos y con todos aquello con los que aquí vivimos?, etc.
* Realmente, el nacer y el morir se convierten, para el hombre que piensa y se resiste a una vida absolutamente material, en dos de los momentos cruciales en los que la inteligencia humana, finita y limitada, se cuestiona la razón primera de su origen y el sentido último de su ser. Solo los reclamos inmediatos y urgentes de nuestras necesidades físicas, pueden sofocar en nosotros semejante inquietud, haciendo que olvidemos abordar, en una profundidad digna de nuestra condición, su fundamento. La vida entera del hombre racional, circunscrita entre el milagro del nacer y el enigma del morir, constituye una ocasión ineludible para el estremecimiento religioso, para el barrunto del misterio sobrenatural.
* Digamos, para concluir, que no son los únicos acontecimientos de la vida humana con sabor a trascendencia, con sentido religioso. Otras muchas son las vivencias que provocan, en el hombre, la pregunta por lo eterno, por Dios. La limitación de la ciencia y de la técnica, la fragilidad de nuestra razón y el corto alcance de sus proviionales logros, en los que pone toda la esperanza, y hasta devoción, hace que el hombre de hoy descubra con frecuencia su radical incapacidad para dar sentido, en plenitud, a todo lo que busca y siente. Su percepción de la historia y la apertura de su vida a la humanidad en general, hacen que la suya, la nuestra, sea una existencia preñada de significado y de un alcance más alto que lo que puede reportar la mera individualidad. La experiencia religiosa, que nace y renace en lo más profundo del humano corazón, no se identifica ni se limita tampoco a los efectos externos que de ella pudieran resultar. Aunque la experiencia de Dios es absolutamente diferente, una vivencia radicalmente diversa, en el fondo se gesta en los fenómenos cotidianos del humano vivir.