* Con Bernard Sesboüe (en su libro Croire) también yo creo que el deseo de infinito, que atraviesa la vida del hombre, no puede brotar de un ingenuo sentimiento de ilusión pero sin fundamento, ni apoyarse caprichosamente en… nada. Nuestra firme convicción apunta a la razón de ser que anida en todas las cosas, a la confesión de la fuerza y el triunfo de su sentido originario. La racionalidad de las cosas y los acontecimientos, también la de nuestra misma experiencia personal, nos habla de ese sentido renunciando al cual nos entregaríamos a una contradicción radical, epistemológica y moral.
* En la vida de los hombres, en nuestra propia vida, si miramos con sencillez y transparencia –esas del niño inocente-, descubrimos la presencia inconfundible de abundantes signos del sentido, por más que otras cosas nos pueden conducir a sostener su negación: junto a las abundantes catástrofes naturales y a las no menos numerosas violaciones morales, descubrimos comportamientos asombrosos en el cosmos y, fundamentalmente, en la historia de los seres humanos. Entre el nacimiento y la muerte, cada hombre aprende a poner lo mejor de su empeño para que la realización del bien sea lo que edifique su vida personal y construya la sociedad que le rodea. Sin necesidad de recurrir al testimonio heroico de los grandes santos, cuántos gestos de admirable comportamiento nos asaltan cada día, interpelando la conciencia y corrigiendo nuestro mismo modo de obrar.
* Evidentemente, la historia de la convivencia humana no es un cuento de hadas, ni el relato maquillado de una fraternidad ingenua carente de conflictos. Lo que digo es que tras todos los hilos que la entrecruzan, por enmarañada que sea su apariencia, se puede descubrir la huella de un Sentido, de un motivo final que pone en marcha nuestras decisiones, incluso que nos da la luz para las continuas rectificaciones. Todo hombre actúa con vistas a un fin, y ninguno de los bienes de la tierra, por mucho que nos empeñemos, goza de la cualidad de ser definitivo, querido absolutamente por sí mismo y en razón de sí mismo. La vida racional parece seguir una orientación y ésta, por tortuosa que aparezca, se dirige hacia la consecución de la felicidad: es por esto que podemos afirmar que esa realidad del sentido último ejerce una causalidad clara sobre todos nuestros actos: los da el “ser”, pero también el “hacia dónde ser”. Sólo el bien (fin) será último cuando nos asegure que en su posesión y disfrute nuestro corazón habrá encontrado la paz; sólo lo será cuando nuestras decisiones particulares encuentren en su seguimiento ese vínculo y unidad que las haga auténticamente personales. Esto es, el Sentido lo es no sólo porque da significado a nuestras acciones, sino también a nuestra propia existencia personal.
* Incluso cuando obramos de otra manera, ignorándolo o contradiciéndolo, su debilitada luz permanece en nuestra conciencia, que nos alerta de la gravedad de ese extravío. No está ausente el riesgo y la paradoja, la aventura. Sin embargo, renunciar a un compromiso así, porque no se está en la posesión absoluta de una certeza incuestionable, contradice lo que es la misma vida humana cada día: una continua lucha donde la sugerencia, más que la evidencia, implica una invitación a optar en libertad.
* Atisbar, intuir la presencia de un sentido significa, en última instancia, reconocer que el hombre no se acaba allí donde termina su humana frontera, sino que se proyecta más allá de sí mismo, hacia la grandeza del misterio donde se descubre la huella de Dios. Querámoslo o no, en el interior del hombre habita la cuestión del sentido absoluto de las cosas y también el problema del significado último de nuestra existencia humana; lo demos un alcance u otro diverso, se interprete como se quiera, en el interior del hombre anida la cuestión de Dios.
* Esta especie de sospecha, de intuición de Dios, no puede encontrar en la limitación quebrada del propio hombre su última explicación. Aunque no son pocos los que, siguiendo a Feuerbach, Marx y tantos otros, consideran que es el mismo hombre el que, en su alienación, construye y edifica el ser de Dios, tenemos argumentos (que ya apuntamos en su día) para defender que es al revés: es más bien tras ese anhelo humano irrenunciable que podemos situar la acción originaria de Dios.