* Podríamos preguntarnos: ¿Cómo poder dar muerte a una idea vacía, a un Dios inexistente o a una pura negación? Si pensamos en matar a Dios es porque vive, porque está presente y se hace sentir. No es tanto de un asesinato de lo que se trata, cuanto de una pura blasfemia, de la cerrazón subjetiva ante una realidad objetiva que se impone de una y mil maneras. No es casual, en este sentido, el interés de muchos en que se difundan esa serie de programas pseudo-religiosos y de prácticas sincretistas, en las que toda frontera entre lo humano y lo divino se difuminan al fin. Valorar cualquier otra religión y creencia parece digno de atención, si con ello el cristianismo y la fe en Dios se equiparan, concluyendo que no hay una verdad que lo sea más que otra, un dios más divino que otro. La consideración general de las religiones termina confundiendo a todas por igual.
* Se da muerte al Dios de la Revelación judeo-cristiana, al Dios de la Escritura y los Sacramentos, al Dios del misterio sobrenatural y, sin embargo, surgen sin cesar modos nuevos de encontrarlo, en las piedras y estrellas, en el movimiento de los astros o el sonido de las aves. Se rechaza hablar de la gracia, sin con ello indicamos el divino influjo en la vida del hombre, y se sustituye por el término energía y los puntos corporales, para designar no sé qué áreas de superación personal. Parece que no se puede ser moderno, inteligente y tolerante, manteniendo la creencia en el Dios creador de todo y juez de nuestra propia libertad.
* La subjetividad ha aprendido a ser la medida de sí misma. Una buena vibración y sentirse bien consigo mismo vale más que cualquier acto de la antigua religión. Dios es un ídolo que aliena, un mito supersticioso que obstaculiza la emancipación. Si con muerte de Dios entendemos la eliminación de toda idea inservible de Dios y de la religión, no dejará de ser provechosa y hasta cierto punto necesaria su afirmación. Pero si con muerte de Dios se pretende anunciar el fin de toda religación, que vincula al hombre con la trascendencia, encerrándolo dentro de los parcos límites de la inmanencia terrenal, entonces antes o después nos veremos abocados a sufrir, después de aquella, la muerte del hombre. Parece irradiarse, desde las teorías de los pensadores antes mencionados, una especie de “ateísmo cristiano”, que apuesta irremediablemente por la muerte del Dios trascendente y puramente divino en aras de un Cristo-Hombre identificado (reducido, más bien) con la profanidad de nuestro mundo secular. El giro que iniciara Feuerbach parecer imponerse ahora, pero legitimado por la propia fe: la antropología debe sustituir a la antigua teología. La teología de liberación será una de sus más nefastas consecuencias.
*Hemos de acoger el desafío y aprender a corregir determinadas imágenes de Dios y de la religión, ingenuas o infantiles, incorrectas en cualquier caso, lo cual no justifica una absoluta destrucción de toda nuestra herencia teológica cristiana. A fin de cuentas, junto a la teología de la muerte de Dios y al ateísmo moderno de la indiferencia, podemos descubrir que, tras derruir el edificio santo del Dios cristiano, emerge de entre sus escombros, en lo íntimo del hombre, una especie de nostalgia de lo eterno, barrunto de una referencia viva que conduce, inevitablemente, a lo Sagrado.
* En nuestros próximos textos recogeremos brevemente el pensamiento de los distintos autores que encarnan la denominada “teología de la muerte de Dios” porque considero que sus teorías, lejos de haberse esfumado con el paso de los años, permanecen más o menos diluidas en numerosas manifestaciones de nuestros días.