* Aunque anticipé algo al respecto, cuando comentábamos la demostración racional de la existencia de Dios, lo profundizamos ahora un poco más. Es un hecho, que nos lleva a la antigüedad más remota, que muchas personas han vivido –y viven también hoy día- una relación especial con la divinidad. Santos y místicos, en el sentido más amplio de la palabra, ha habido siempre y no deja de haberlos hoy en día. Si nos centramos en el cristianismo, no podemos menos que asombrarnos ante la hondura de un misterio de Dios vivido por numerosas almas, sencillas a veces, más cultivadas otras, en singular intimidad personal.
* La experiencia religiosa, en su máximo fervor, no se reduce a la conclusión de una inferencia únicamente racional, sino que apunta más bien a una experiencia vital que abarca todas las dimensiones de la persona que lo disfruta. Aún en la oscuridad de la fe religiosa, la persona que vive a Dios, compromete todo su ser y en todas sus capacidades. Lejos de caricaturas reduccionistas, la vivencia de la religión nada tiene que ver con fenómenos deformes de la persona o con enfermedades y debilidades de la mente. Claro que ha habido místicos enfermos, como también ha habido científicos y médicos enfermos, músicos enfermos y padres de familia enfermos. Cuando nos acercamos, libres de todo prejuicio, a la vida de los grandes maestros del espíritu, a los auténticos testigos de Dios, nos encontramos más bien una madurez humana y un equilibrio, psicológico y afectivo, grandísimo, muchas veces fuera de lo corriente.
* Si han experimentado a Dios en su vida es porque lo vivido por ellos existe. Dios existe y ellos lo han vivido en primera persona, ¡y de qué manera! Claro que el argumento vale lo que vale, y llega hasta donde llega. No dejará de haber quien o quienes intenten reducir la explicación de este fenómeno a argumentos puramente naturales. Pero no se podrá calificar esta vivencia simplemente de fascinación irreal o de sugestión generalizada; una vivencia, por otra parte, extendida a lo largo de toda la historia.
* Claro que brota de la fe y sólo se entiende plenamente a la luz de la fe, no pudiendo entrar en los parámetros de lo físicamente observable o de lo empíricamente comprobable. Pero ello no significa que sea irreal, si admitimos que no toda la realidad se agota en las dimensiones de la materia.
* La vida de numerosos místicos cristianos no se explica, pues, sino por referencia a Dios. Su madurez humana, su personalidad formada, su dominio, su genio, su arrojo y la profundidad de su pensamiento, su alegría y las empresas de sus manos, incluso de su arte, no tiene otra razón de ser que su “experiencia” del misterio de Dios. Esta experiencia se convierte, precisamente, en el argumento clave para algunos pensadores, como, por ejemplo, el judío Bergson para quien, más que las pruebas filosóficas clásicas, es la experiencia mística el mejor camino que nos habla de Dios. Aunque por sí sola carece de un peso definitivo, irrefutable ante cualquier objeción, la intuición de lo divino hace que el sujeto viva en su propia realidad el impulso creador de Dios.
* Con todo, digamos, que no está reñida la experiencia del misterio de Dios, en la fe, con el intento por dar de ello una explicación racional, tan coherente como sea posible. La argumentación filosófica puede reconocer a Dios, causa primera, detrás de todo aquello que nos rodea, como su razón de ser última. La vivencia de este mismo Dios por la fe, en cambio, arranca de la intuición personal cuando recibe un anuncio de salvación, y se enriquece en el encuentro personal con el objeto creído. Dos modos de adhesión diversos por parte de la misma persona hacia la misma realidad aceptada: Dios.
* Digamos, para terminar, que las mismas pruebas (de las que ya hablamos hace tiempo) no engendran la verdad de Dios sino que la descubren. Las vías filosóficas son medios en que se expresa y justifica, racionalmente, el conocimiento de Dios. Por eso, “cuando se las separa por abstracción de la experiencia vivida que implican -observa acertadamente Jolivet-, aparecen frías y descoloridas, infinitamente inadecuadas a la amplitud de su designio, y fácilmente toman el sesgo de un juego conceptual”.