* Vivimos en un mundo absolutamente tecnificado. Basta visitar cualquiera de nuestras casas, incluso aquellas de familias más modestas, económicamente hablando, para descubrir la abultada presencia de artefactos técnicos, un amasijo de cables y toda una gama de cargadores y baterías de diverso tipo. En la cocina, en el cuarto de estar, en el baño o en el dormitorio abundan los objetos de este tipo, por no decir en nuestros despachos u oficinas. Desde que nos levantamos hasta el reposo nocturno, todo depende de un cable, de un botón, ¡y de que haya cobertura!
* Que todo esto supone un avance, un logro y una conquista laboral, económica o social, a nadie se le oculta. Pero “no es oro todo lo que reluce”, o al menos, a mí no me lo parece. La técnica ha facilitado el trabajo del hombre, pero con el riesgo de volverlo menos humano. Lo que había de ser un instrumento en manos del señor se empieza a convertir en dueño de éste último, al que corre el riesgo de hacer su esclavo. No son pocos los que, incapaces de crear con esfuerzo, se sienten derrotados cuando falta la corriente eléctrica, o el ordenador calcula más despacio de lo deseado. Porque esa es otra: el imperio de la técnica nos ha sometido al poder de la prisa, de la inmediatez de una resolución que no se puede hacer esperar. Si los aparatos electrónicos facilitan numerosas tareas, puede que terminen por comerse nuestro espacio vital, los ámbitos de la vida más íntima o familiar.
*En medio de este contexto social y cultural, no está de más afrontar las preguntas de siempre, aquellas que colocan al hombre ante lo más enigmático de sí mismo, aquellas que apuntan hacia lo más íntimo de su existencia temporal. El problema del humanismo, la cuestión humana y su alcance espiritual, tiene el peligro de disolverse deslumbrados –como estamos- por los inefables logros de la técnica. Digamos con las inquietantes palabras de Bernanos: “Un mundo que ha sido ganado por la técnica está perdido para la libertad”. Ciertamente es de esto de lo que se trata: de no perder la dignidad y la libertad humanas. En el campo de la bioética, de las comunicaciones o de la defensa militar, las cuestiones que se nos plantean son numerosísimas. No todo lo que técnicamente se puede hacer significa un auténtico avance ético y social para los pueblos, aunque siempre sea calificado como un progreso de verdad. Necesitamos abrazar de nuevo la cultura moral y el progreso material para no romper al hombre.
* Una de las consecuencias de nuestra vida, absolutamente invadida por la tecnología moderna, es que ya no pensamos –o que lo hacemos cada vez menos- sobre las grandes y eternas cuestiones de la humanidad. La máquina nos obliga a mirar lo que está cerca y no nos deja lanzar la mirada a lo lejos. El alma humana parece haberse debilitado, parece estar enferma de la peor de las dolencias. Se nos echa encima un árido materialismo, en detrimento del espíritu, y si nos acercamos a la naturaleza es, muchas veces, para abusar de sus recursos sin el menor respeto por sus leyes. Dios ya no es un problema porque, simplemente, se puede vivir sin esta hipótesis, molesta en el mejor de los casos, incómoda. No hay sitio –ni tiempo- para Dios en esta cultura del hacer. Los caminos que a él nos conducen se han perdido o, sencillamente, ignorado. Pero no se niega a Dios, sino que se vive sin contar con él. La ciencia ha derrotado a la Providencia, la previsión al poder de la oración. La religión se convierte en tradición cultural o folklórica, el arte en técnica más o menos plástica, la música en compraventa con derechos de autor, el cine en exhibición de cuerpos femeninos deslumbrantes, etc. Sabemos mucho de todo, lo podemos consultar y comprobar casi todo, pero nos desconocemos a nosotros mismos cada vez más.
* No se trata de demonizar todo cuanto de bueno nos aporta la ciencia aplicada a las diversas cuestiones técnicas o, como ha hecho alguno, de declarar una guerra a muerte a cuanto lleva el sello de la máquina y la tecnología. El problema no es la técnica en sí, sino el uso que de ella hacemos o en lo que nosotros la convertimos. Es cuestión, sencillamente, de llamar la atención contra la mecanización de la vida humana y la pérdida de aquellos valores que la hacen, precisamente, más noble y humana, en su dimensión individual o en sus aspectos sociales y comunitarios. No es la máquina, en sí, la que nos oprime, sino ese “hombre light” y hueco en su interior, desintegrado por dentro, el que se rinde a la cosificación. No olvidemos que lo primero es el hombre, pero considerado desde un humanismo integral. El hombre no es sólo un cuerpo material con unas necesidades básicas que cubrir. Dentro de su ser aloja una sed irreprimible que lo lleva a dilatar el horizonte de su esperanza hacia el pensamiento y el amor, hacia lo espiritual y lo cultural y, últimamente, hacia la eternidad.