Después de nuestro largo recorrido por la virtud teologal de la fe, nos acercamos ahora al que es su razón de ser: la Persona de Jesús.
* El primer rasgo de la figura incomparable de Jesús consiste en su pretensión de aparecer y de ser tenido por hijo de Dios, pretensión que no implica nada de vanidad o de orgullo, sino que es manifestación de su profunda y verdadera identidad; una intención que, a lo largo de todo el evangelio, se acompaña siempre de una humildad extraordinaria.
* Esta pretensión aparece en sus palabras, según son recogidas por los evangelistas. De manera especial, podemos citar la expresión de San Juan: “Desde entonces los judíos buscaban matarlo, pues no solamente violaba el sábado sino que llamaba a Dios su padre, haciéndose igual a Dios” (Jn 5, 18). ¡Como muestra, un botón!
* También en gestos expresa Jesús, en coherencia con sus palabras, la humilde reivindicación de su identidad como Hijo unigénito de Dios. Su enseñanza con autoridad, a diferencia de los rabinos y doctores de la ley en Israel, los milagros y, sobre todo, el perdón de los pecados que ofrece con misericordia, hacen de la vida de Jesús algo absolutamente insólito. La exigencia de un seguimiento radical, que propone a quienes le acompañan desde el principio, convive, sin embargo, con la dócil disposición a aceptar la voluntad de otro más grande: su referencia continuamente será que conozcan y amen al Padre.
* Otro rasgo que encontramos en la vida de Jesús es su extremada humillación, el misterio de un vaciamiento que conduce hasta la muerte en cruz. No se trata de un acontecimiento marginal o imprevisto, de una fatalidad de un destino no planificado, sino que la contradicción es algo totalmente central en la vida y en la misión de Cristo Jesús. Conoce y asume que el camino de su ministerio pasa por la humillación, por la renuncia y el servicio, hasta el punto de anunciarlo con deseo, y de ofrecerlo a quienes quieren seguirle. No hay muestra de amor más grande, ni para con Dios su Padre, ni hacia los hombres, sus hermanos.
* El testimonio que los apóstoles nos ofrecen de la resurrección de Jesús constituye un tercer aspecto de su figura irrepetible. Aunque la resurrección, como tal, no es un hecho empíricamente constatable, sí lo es el testimonio que de él se ha dado y las consecuencias que se han desprendido. La buena noticia del evangelio encuentra en la resurrección de Jesús la realización plena y la culminación de su sentido. Este es el alcance de la fe cristiana y el suceso que unifica todos los demás. ¡Si no hubiera resucitado, vana sería nuestra fe! (1Co 15, 14).
* En efecto, en Cristo nos encontramos ante un suceso único en la historia de las religiones. Muchos fundadores y líderes de caminos espirituales que ha habido, han propuesto doctrinas y conductas de comportamiento para llegar a Dios, pero ninguno ha afirmado ser él mismo Dios. Jesús no indica cuál es el camino a seguir para la salvación, sino que él mismo se presenta como el Camino; tampoco él nos anuncia en tercera persona un compendio de verdades sobre Dios y la salvación, sino que él mismo dice ser la auténtica Verdad; no son sus palabras enseñanzas y moralejas éticas para obtener en recompensa una vida grata a Dios, sino que él es la Vida que se ofrece en comunión –sacramental- para nutrir y transformar la nuestra.
* En Jesús tiene lugar definitivamente el inicio de una nueva humanidad, toda vez que en su condición humana él mismo ha vencido al pecado y a la muerte. Cabeza de una estirpe nueva hasta el final, comunica al género humano, por la gracia, la participación en esa eterna novedad. Así, el misterio de Jesús se nos presenta como libro vivo y abierto para reconocer el rostro de Dios, así como el espejo luminoso donde encontrar la dignidad de nuestra propia humanidad.