* Según la Ecclesiam suam, de Pablo VI, el ateísmo priva al orden racional del mundo de sus bases auténticas y fecundas, introduciendo en la vida del hombre, más que una solución, un dogma ciego que la degrada. Dogma ciego que va, en el fondo, contra la naturaleza del propio hombre, ser religioso, naturalmente abierto y capaz del ser divino. De este modo se entiende el ateísmo como un pecado contra la misma naturaleza humana.
* Ya vimos que hay unas posturas ateas que rechazan consciente y teóricamente a Dios. Se trata de un planteamiento más bien reducido a minorías de corte intelectual y que se encuentra, no pocas veces, con la paradoja existencial de un sentimiento religioso que emerge sin cesar en lo profundo del corazón humano. Como en el profesor de la película Dios no está muerto, no pocas veces dicha negación es la formulación externa de una rabia violenta contra un Dios a quien, sin querer, se siente vivamente.
* Pero si aquél es de minorías, existe otra manifestación atea que está más extendida en nuestra sociedad actual: es el rechazo de toda forma de religión como ajena a la verdadera cultura, a la madurez cultural del hombre y de la sociedad. Ya no es el odio a Dios, ni mucho menos la demostración teórica de su inexistencia, sino simplemente su carencia de sentido: Dios es algo superfluo, inservible. Libre del temor antiguo y de la represión, el hombre actual ha aprendido a vivir sin Dios –sin referencia alguna a su presencia viva y real- ¡y no le ha pasado nada!
* Ahora bien, hablando con rigor, se debe decir que el ateísmo no es la conclusión de un proceso racional serio y riguroso, llevado a cabo por la razón dialéctica siguiendo las leyes propias del silogismo. Es más bien el resultado de una elección moral, de una opción personal o social, más o menos consciente, y con mayor o menor fundamento. Podríamos añadir que es casi una fe que compromete a la persona entera según un modo total de vivir. Para J.M. De Alejandro toda incredulidad esconde en el fondo una creencia: se cree que Dios no existe. Puesto que Dios (si existe, como si no) no es objeto de investigación científica ni de constatación empírica, su negación carece de afirmaciones evidentes como para presentarse cual verdad irrefutable.
* Así pues, en el ateísmo hay algo más que la pura razón y las leyes de su funcionamiento. En el ateísmo se descubre una posición personal, de inicio, fundamental, voluntaria, según la cual el ateo no acepta como verdad nada que no considera previamente (siguiendo unos esquemas, generalmente materialistas) como tal. Se trata de un prejuicio gratuito, pues la honestidad racional nunca podrá demostrar como irreal lo que es empíricamente indemostrable.
* Esta postura de inicio, ciertamente, no nace de la nada. Vivimos inmersos en una cultura secularizada, donde la increencia se difunde como un aroma y los sujetos se impregnan casi sin registrarlo de manera consciente. Como se nos pega el olor a tabaco, me gusta decir, así se nos ha pegado el tufillo ateo de nuestro tiempo: la pérdida del sentido de lo sagrado en el hombre y el mundo, la visión totalmente horizontal del cosmos, la servidumbre a la técnica y el confort, el poder despótico del dinero, la primacía del tener por encima de las cuestiones relacionadas con el ser, un horizonte chato y recortado identificado con el disfrute más inmediato, etc., son algunas de las reacciones que nos llevan a vivir como si Dios ya no fuera necesario, como si no existiera. Pero, dado que en el corazón del hombre anida la esperanza y la fe, si no es en Dios en quien se cree, se termina por creer… en lo que no es Dios. Muchas de las muestras de idolatría y fanatismo en la política, en el deporte, en la economía o en el ámbito de la cultura, hablan de esta desviación.
* En definitiva, más que una conclusión científica, o una consecuencia histórica, o el desarrollo lógico de una determinada filosofía, el ateísmo manifiesta un postulado básico de la persona, en su concepción global y práctica de la vida.