* Entiendo que los temas que aquí tratamos, son apenas esbozados, apuntados. No se desarrollan en totalidad, puede que ni siquiera con demasiada profundidad. Pero decir que estas afirmaciones son insuficientes no es lo mismo que decir que son mentira. En el fondo, puede que no sean más que una invitación a seguir… pensando. ¡Soy plenamente consciente de ello!
* Dicho lo cual, quiero dar un paso más. La última vez hablaba del acceso desde las verdades intemporales a la verdad eterna, de la inteligencia humana a la mente de Dios. Ahora nos adentramos en otra de las facultades humanas, la voluntad, que nos puede servir también de escenario para reconocer la huella del Creador. En efecto, nuestra voluntad se inclina, de manera espontánea, a lo que considera como bien. Pero hay grados en los diferentes bienes que descubrimos en la vida: no es lo mismo un bien sensible y pasajero que uno inmaterial y más duradero; deseamos bienes concretos, intelectuales, espirituales y también morales. Si podemos establecer una gradación (no hay duda de que no es lo mismo beber un vaso de agua que realizar una obra de caridad con un necesitado) ello denota una contingencia y, por el principio de causalidad, podemos barruntar una razón de ser última y absoluta, es decir, un Bien Mayor, que sea el fundamento necesario de todos los demás.
* El hombre, cada uno de nosotros, experimenta constantemente un deseo de cosas que le lleva de la elección de una a la posesión de otra, sin que nada de cuanto tiene pueda colmarle definitivamente. Nada puede saciar el deseo del espíritu humano, pues este se nos manifiesta, de alguna manera, infinito e intemporal (como aquellas verdades que nuestra mente reconoce en ella misma). La dicha plena parece consistir en la posesión de una realidad distinta de nosotros mismos, que sea un bien no en términos relativos, sino absoluto desde cualquier aspecto. Todos experimentamos que en nosotros mismos no reside la posibilidad de acallar nuestra más profunda sed de felicidad, antes bien, buscamos la causa de todo aquello que se nos presenta como bien. No son pocos los pensadores que, a partir de los bienes limitados, se han planteado la existencia de un bien infinito y eterno, es decir, la existencia de Dios. Como dice el filósofo francés M. Grison, “la insuficiencia de lo finito y la atracción de lo ilimitado pueden deducirse del estudio filosófico del espíritu, en sus capacidades de conocimiento y amor”.
* Ahora bien, siguiendo el principio filosófico de la finalidad hemos de decir que “un deseo natural no puede ser vano”. Esto quiere decir que el ser humano sería ininteligible si sus tendencias se dirigieran a fines imposibles; lo cual no significa que alcanzarlo sea necesario de suyo. Un deseo de este tipo tiene sentido aunque dependa, para su realización, de ciertas circunstancias, y no siempre se culmine de hecho, pues hablamos del ser humano, que es un ser racional y libre. Pero, si ni siquiera fuera posible, estaríamos hablando de una realidad natural, la del ser humano, carente, absurda y sin sentido por definición: el hombre desearía algo que, por naturaleza, no puede siquiera aspirar a conseguir.
* En realidad hemos de decir que si es posible que el hombre aspire a conseguir ese Bien definitivo, reposo de su voluntad insaciable, no será por sus propias fuerzas. Ninguna potencia puede pasar por sí misma al acto, y nada hay en el hombre que le permita, por sí, alcanzar el bien infinito deseado: un bien de este tipo, sin límite alguno, no forma parte del ser humano (el hombre no se basta a sí mismo). El principio de causalidad nos ayuda a entender que si el hombre siente el deseo, y puede aspirar a poseer ese bien perfecto, ello será posible por medio del que, en realidad, es ese mismo Bien.