* Hace ya tiempo que comenté, brevemente, la cuarta vía de Santo Tomás de Aquino en su demostración racional de la existencia de Dios (aquella de los grados de perfección). Pues bien, me quiero detener un poco más en dos de sus aspectos: uno ahora, el otro en la siguiente entrada del blog.
* En nuestra vida podemos reconocer un montón de verdades que no dependen del paso del tiempo ni de estar en un lugar u otro. Así, por ejemplo, la verdad matemática que afirma que uno y uno son dos, la afirmación física de la gravedad, o aquella otra de carácter metafísico que dice que una cosa no puede ser y no ser a la vez y en el mismo sentido… son enunciados que todos tenemos por verdaderos independientemente de las circunstancias en que se pronuncian. Este carácter de atemporalidad hace que nada las determine a un tiempo o a otro, por lo que las podemos calificar de eternas, en algún sentido, al menos. Ahora viene la pregunta: estas verdades, ¿pueden constituir un elemento de nuestra reflexión racional cuando nos preguntamos por Dios?
* Atención al pensamiento del francés M. Grison. Si separamos estas verdades del ser en el que se realizan, no resulta posible partir de ellas para llegar a la Verdad Eterna (que es Dios). No podemos argumentar diciendo que algo es verdad, aunque no haya nada ni nadie en el mundo, pues, en ese caso, tampoco podríamos hablar propiamente de verdad, ya que ésta dice relación al ser de las cosas, pues no es algo exclusivo de nuestro pensamiento. La verdad es la correspondencia de nuestra mente con la realidad que nos circunda, y no podemos confundir aquella atemporalidad, que hemos mencionado, con la eternidad de la mente de Dios, donde todo es verdad por una perfecta correspondencia eterna.
* Por eso hemos de considerar la verdad en el ser en que se realiza. Entonces, por medio del principio de causalidad podremos acceder a la realidad divina, como su fundamento. En las cosas hay diversos grados de verdad: hay verdades contingentes (que yo escriba ahora sentado en mi mesa) y las hay necesarias (que uno y uno sean dos); pero unas y otras apuntan a una última razón de ser, a una última causa que explique su ser verdad. No son pocos los pensadores que del descubrimiento de las verdades mundanas, pasajeras o no, se han sabido remontar a una verdad necesaria y absoluta, en virtud de la cual, las otras lo son también. En el fondo, también las verdades “intemporales” son verdad por referencia a una mente que es temporal, y para la que aquellas tienen algo de sentido.
* Debe haber, pues, una mente infinita para la cual todo sea transparente y presente, inteligencia perfectamente sabia con la que se corresponde todo lo que es, pues de ella –como de su arquetipo primero- recibe el ser. Una inteligencia que se piensa a sí misma, y todo lo demás lo ve en sí misma; un conocimiento total e indefectible que da razón, no solamente de la verdad de las cosas, sino del hecho de que estas existen también.
* Entiendo que la pista de reflexión, esta vez, pueda no resultar del todo clara ni mucho menos evidente, pero entiendo también (y la experiencia de algunos pensadores en su propia vida lo demuestra) que es una vía de pensamiento filosófico nada absurdo para quien, libre de prejuicios, se dispone a buscar razones a la intuición de la verdad que anida en la inteligencia de todo hombre, por el hecho de serlo. La noción de verdad, tal como la manejamos y entendemos en nuestro mundo contingente, parece reclamar un fundamento más sólido y absoluto que sea del todo necesario. De haberlo, no puede ser otro que la mente eterna de Dios.