* Hemos visto, aunque de manera muy por encima, las ideas principales de los denominados “teólogos de la muerte de Dios”. Ahora nos toca preguntarnos por sus consecuencias, por la influencia que nos han dejado y lo que de ellas podemos reflexionar.
* Decíamos que con esta teología, no sólo se elimina determinada concepción idolátrica de Dios, ingenua o infantil, impropia de la modernidad, sino que además se certifica la desaparición de Dios del ámbito de las instituciones y de la política, de la vida social y cultural. Pues bien, nuestra respuesta no puede pasar por eliminar toda diferencia radical y ontológica entre el Dios trascendente del cielo y el mundo que nos alberga. La desmitologización del evangelio no significa su absoluta desacralización. Creo que la postura pasa, más bien, por recuperar el sentido auténtico de lo Sagrado: la secularización sostenida en las doctrinas expuestas equivale, muchas veces, a borrar –o al menos difuminar- la distinción entre lo santo y lo profano. Otras veces esta postura se manifiesta en una identificación de Dios con nosotros, tan cercana que termina por perder lo propio de su naturaleza divina. En no pocas ocasiones toma los caminos de una pastoral absolutamente horizontal, con compromisos y enunciados más propios de una ética natural que de la religión sobrenatural cristiana. La invasión de principios sociales y políticos sofoca, en no pocos casos, el fervor espiritual del anuncio evangélico en aras de un testimonio terrenal que abandona, al final, su esperanza teologal y escatológica.
* No ha de extrañar que, consecuencia de estas y otras doctrinas semejantes, se siga el reducido valor que los creyentes concedemos hoy en día al silencio y la oración, al culto divino, al santo sacrificio y a la gracia de Dios. Inmersos en lo cotidiano, y descuidado lo eterno, nos entregamos con desenfreno a la acción (incluso en nombre de Dios): tantas reuniones, tantas actividades, tanta burocracia y la multiplicación de mediaciones, tan abundantes como inútiles… Falta que el hombre, como Marta de Betania, aprenda que en el mundo solo una cosa es necesaria, y esta pasa por la escucha íntima de Dios. Si el apostolado ha de ser fecundo, debe ser ejercitado desde lo más profundo del corazón: la vida del espíritu hace vital nuestra actividad, da sentido y plenitud a nuestras realizaciones que, de suyo, reducidas a la carne, se condenan a la esterilidad más absurda.
* Es cierto que el cristiano siente, en el núcleo de su fe, la llamada al testimonio y la evangelización: pero, si no queremos reducirlo a un compromiso temporal sin más, no podemos perder de vista el encuentro con el misterio de Jesucristo Salvador, en la noche de la fe. Como sarmientos de la Vida, únicamente nuestro compromiso será capaz de transformar el mundo y sus instituciones si dirige lo mejor de sus energías a la conversión de los pecados, por la renovación de los corazones. Si falta el silencio de la contemplación orante nuestras obras y nuestras palabras no pasarán de ser, en el mejor de los casos, buenos propósitos inútiles aunque atractivos.
* La mediación de la Iglesia, “Sacramento universal de salvación”, y en ella la de los siete sacramentos, no resulta en el camino de la santificación algo accidental o superfluo, de lo que alegremente se pueda prescindir, sin sufrir por ello graves consecuencias. Por supuesto que la ella debe mantener y renovar su compromiso por el hombre, pero sin olvidar que el destino definitivo de su gloria es la vida eterna, en el encuentro con Dios, anticipada aquí en la tierra por la fe. La vocación social de la Iglesia es fundamental (¡que se lo digan, si no, a los misioneros!) pero la salvación de las almas debería ocupar sus mejores y más decididos esfuerzos. Ni tiene, ni puede solucionar la Iglesia todos los problemas materiales de las gentes de todos los tiempos y lugares: ni siquiera el mismo Jesús lo hizo; en sus pocas curaciones, se anticipa una sanación de orden sobrenatural, dirigida a comunicar la vida divina del Espíritu al hombre carnal.
* Cuando la Iglesia, Cuerpo de Cristo, renuncia a lo que es esencial en su identidad, termina por hacerse extraña a las experiencias concretas de los hombres, e incapaz de ofrecerles una luz capaz de transformar y renovar dichas experiencias. Creo que en esta hora urge redescubrir el espíritu de su liturgia santa, punto de encuentro salvífico del hombre con Dios, con tal de que no se convierta en una algarabía de nuestra humana imaginación, sino que responda a lo que es genuinamente, es decir, una participación en el sacerdocio de Cristo realizada en la fe para gloria de Dios y santificación de todos los hombres. La divina liturgia no puede ser desplazada, ni mucho menos sustituida por ejercicios y técnicas de prestidigitación creativa, que nuestra psicología inventa para su consuelo. Si la liturgia es demasiado horizontal y antropocéntrica, demasiado a nuestra medida, dará poco fruto o más bien ninguno; es preciso, por ello, recuperar su dimensión mistérica, aunque resulte tantas veces incomprensible; su belleza, más celeste que terrena; su silencio, en lugar del bullicio ruidoso que resuena en tantos templos.