* Ya hemos visto que la fe divina reclama, de nuestra parte, una adhesión incondicional, plena y sin reserva. G. Bernanos decía que “creer no es otra cosa que veinticuatro horas de duda, menos un minuto de esperanza”. Si eso es así, ¿qué hay detrás de ese gran minuto?, ¿qué realidad puede mover y convencer de tal manera al espíritu humano? ¿Ante qué o quién puede el hombre pronunciar semejante SI, sin perder por ello nada de su propia dignidad, ni amenazar en su ejercicio ninguna de sus facultades más humanas? No se trata de confiar el conjunto de la vida, la propia existencia, a una realidad desconocida, ni secundar un impulso voluntario tan generoso como ciego.
* El hombre toma, a lo largo de la vida, numerosas decisiones y pone en juego abundantes cosas que le afectan, muchas veces sin terminar de saber. Pero aquí se trata de otra cosa. En juego está el sentido definitivo, la meta última por la que vale la penar vivir (e incluso morir) y ante esta realidad no cabe la vacilación ni la indecisión. El hombre tiene necesidad de un convencimiento cierto en el que repose su inteligencia y al que confiar el fervor de su voluntad. Pues bien, dos son los grandes procedimientos que engendran un conocimiento sólido al que se adhiere nuestro entendimiento.
* Conocemos gracias a la ciencia, escudriñando las causas de las cosas y analizando hasta sus últimas consecuencias, con la pretensión de un enunciado universal y necesario. En la ciencia el motivo formal de nuestro asentimiento es la evidencia de la verdad, es decir, la verdad objetiva de sus enunciados. El vínculo que se establece entre un sujeto y su predicado (es decir, la claridad con la que se nos presentan las afirmaciones) a veces es inmediato, como en el caso de la intuición intelectual, que se nos impone por ella misma; pero otras veces esta evidencia es el resultado mediato de una demostración, en la que la conclusión participa, finalmente, de la evidencia de las verdades de las que se desprende.
* Lo que justifica este último proceso es, en última instancia, el orden del universo constituido por un sistema de causas y efectos, vinculados con un riquísimo y complejo mundo de relaciones. Razonar es extraer el conocimiento de cualquier realidad, a partir del conocimiento de otro objeto, es discurrir y pasar de aquello ya conocido a verdades siempre nuevas (ya inductiva, ya deductivamente), de modo que se amplía el horizonte de nuestra ciencia cada vez más. Pero siempre el motivo de nuestra adhesión a la conclusión hallada reside en la evidencia, no tanto de la misma conclusión sino del proceso de su deducción. Es la claridad con la que descubrimos que esto se sigue de aquello. Es siempre en virtud de razones intrínsecas como nuestra inteligencia otorga su propio asentimiento a la verdad.
* Pero también conocemos merced al testimonio de los demás, gracias a lo que otros saben y nos transmiten, bien porque nuestra capacidad no tiene acceso a ese conjunto de verdades, bien porque forman parte del bagaje abundante de conocimientos que acumulamos, sin haber sido directamente fruto de nuestro trabajo personal. En cualquier caso yo las conozco en virtud de razones extrínsecas, es decir, yo las acepto porque son conocidas como ciertas por otra inteligencia distinta a la mía. No nos engañemos: la historia de la humanidad es posible y sigue adelante en virtud del testimonio de los demás. La fe, en este sentido, domina todas las relaciones de la vida.
* Pues es aquí donde se sitúa también la respuesta de nuestra fe en Dios: no se apoya en la claridad de un objeto para nosotros evidente, pero sí en la autoridad incomparable de su Testigo. El testimonio, cuando es sólido y probado, hace que su verdad, aunque no sea evidente en sí misma, sí resulte evidentemente creíble. Pero ello depende, en efecto, tanto del contenido de lo anunciado como de la autoridad del testigo mismo. Al testigo le seguimos en virtud de su autoridad, es decir, no sólo de su dominio o dignidad, sino sobre todo de la veracidad de su comportamiento y su moralidad. Es necesario que se unan la ciencia y la veracidad o, dicho de otra manera, la competencia y su coherencia moral. A fin de cuentas, el derecho que un testigo tiene para ser creído no puede provenir sino de la fuerza de la verdad misma. Mientras que el hombre de ciencia capta directamente el objeto de su conocimiento, el hombre que cree admite una cosa que él mismo no ve actualmente, con la fe en otro que sí la conoce de manera inmediata. De la categoría del testigo, digámoslo una vez más, depende la certeza de la respuesta de la fe.