Hemos visto que el acto de fe, por encima de toda otra cosa, consiste en un asentimiento libre de nuestro espíritu a la revelación de la verdad divina, fundado en ciertos motivos (y por tanto, nada de irracional), que implica una intervención de nuestra voluntad, ante la falta de evidencia de su objeto, y que en último extremo constituye un acto saludable, es decir, salvífico y sobrenatural para la vida del hombre. Siguiendo el Catecismo de la Iglesia Católica, podemos resumir las propiedades de la fe de la siguiente manera:
* La fe es una gracia. Se trata de una virtud infusa teologal. Es un don de Dios que procede de su libre generosidad. Es la gracia divina la que, moviendo la mente y el corazón del ser humano (su inteligencia y su voluntad), mueve al sujeto creyente para hacer un acto de libre aceptación, no sólo del contenido de un mensaje de salvación anunciado, sino sobre todo de la misma persona que lo anuncia, es decir, del Señor. Por la acción de Dios en el hombre, éste puede adherirse y confiar en la palabra revelada. Es por ello la fe una fuente inmensa de alegría desbordante: porque nos otorga el conocimiento de la suprema verdad (que es el bien de la inteligencia), por la luz que ella nos contagia, y porque al hacerlo, pregustamos los bienes de la vida eterna.
* La fe es un acto humano. Aunque nos movemos en una respuesta que excede absolutamente las energías de los hombres, la fuerza de sus capacidades, el sujeto de la fe es siempre el hombre: no es Dios el que cree sino quien se manifiesta, y es el hombre el que, movido por Aquél, acepta o rechaza su comunicación. Pero no menos cierto es que dicha moción de Dios siempre cuenta con el propio hombre: no se trata de una manipulación o de la violencia que una fuerza sobrehumana ejerce sobre nuestro comportamiento. Dios no obliga, no recorta las facultades que, por otra parte, Él mismo ha depositado en el ser humano. El hombre cree, y puede hacerlo, porque es libre, porque conoce y acepta un mensaje dirigido a él como oferta de salvación. No pierde, por tanto, nada de cuanto le corresponde al entregarse en las manos de Otro mayor que él, antes bien, adquiere el perfecto uso de sus posibilidades. Es en la aceptación de Dios como el hombre encuentra, precisamente, el esplendor de su verdad más profunda, de su auténtica dignidad.
* Por eso, podemos añadir que la fe es un conocimiento. Creer no es otra cosa que entrar en comunicación de pensamiento con otra inteligencia superior (la divina) que sabe que cuanto dice es verdad. De alguna manera, la fe sobrenatural nos hace participar del modo de conocer mismo de Dios. Movidos por singular fuerza nos adherimos a la verdad revelada en cuanto revelada por Dios. Lejos de permanecer en el nivel del entendimiento, el conocimiento que se desencadena implica a toda la persona, por eso podemos disfrutar de un nivel mayor, ese del conocimiento por connaturalidad, por experiencia viva de lo conocido. La verdad de fe ofrece a nuestro humano entendimiento un nivel infinitamente superior, pues goza de la adquisición de noticias que solo no podría de ningún modo conocer. Por la fe el campo propio de nuestra razón se encuentra ampliado, enriquecido, hasta el punto de abrazar ahora, hasta “tocar”, la propia vida intelectual del mismo Dios. Si por el conocimiento el alma humana se hace, de alguna manera, una con todas las cosas, cuando es de Dios de quien se trata, el resultado es una unión íntima entre Dios y el alma que no sólo no quita nada a esta última, sino que la perfecciona hasta consecuencias insospechadas
* La fe es un acto cierto. Pero lo es, no porque sea el resultado de una argumentación humana, la conclusión de un silogismo lógicamente impecable, sino fundamentalmente por apoyarse en la veracidad de Dios, que no puede engañarse ni engañarnos, y en su incondicional fidelidad. Creemos a causa de la autoridad divina, lo cual no quita que podamos, y debamos, buscar el auxilio de tantos motivos de credibilidad como nos sea posible. Más que cualquier conquista de nuestro entendimiento, la fe incluye la seguridad de quien ha descubierto la Palabra divina, que es la Verdad. Aunque mientras vivimos en la tierra, nuestra adhesión no esté libre de oscuridades e incertidumbres, no se deben éstas al objeto de la fe, que es toda luz eterna, sino precisamente a nuestra naturaleza humana y al modo que tenemos de conocer en este mundo.