*Hemos repasado los principales argumentos que la tradición de la filosofía occidental nos ofrece ante el acceso racional a la existencia de Dios. Hemos recordado también, aunque brevemente, los principales argumentos expuestos por quienes niegan dicha existencia o, al menos, el humano acceso a demostrarla. Pero quisiera detenerme antes de afrontar el tema de central de toda Teodicea (el problema del mal), para recordar algunos principios elementales que ya dijimos.
*Cuando hablamos de probar, de prueba, estamos indicando el establecimiento, mediante la experiencia, de la existencia de determinado fenómeno o también la consecución de determinada conclusión a partir de ciertos principios o premisas, mediante un razonamiento. El hecho de que la razón descubra la relación necesaria entre dos realidades o conceptos nos permite hablar de demostración. Pero en el primer sentido resulta claro que no cabe una demostración de la existencia de Dios, pues caso de existir, su naturaleza espiritual –más allá de los sentidos- escapa a toda posible comprobación de la experiencia. Por eso, si es que el hombre puede –y ya vimos que sí, y que de hecho lo ha logrado a lo largo de los siglos- levantarse hacia Dios, tendrá que ser sobre argumentos de índole racional, es decir, entretejiendo un discurso coherente que desde unas afirmaciones iniciales nos conduzca a esta afirmación final: la de su existencia.
*Podríamos decir que a lo hora de afirmar a Dios nuestro entendimiento discurre con su hipótesis, una hipótesis necesaria por otra parte, sin la cual no se explicarían muchas de las realidades que nos rodean, incluidos a nosotros mismos en lo más profundo de nuestro ser. En este sentido, nuestro razonamiento lo que hace es dar forma explícita a una especie de intuición natural, si bien no de Dios mismo, sí al menos de las razones que fundamentan la afirmación de su existencia, a fin de no quedar encerrados en el sinsentido de un absurdo total, que ignorara la razón última del ser de las cosas. Puede que esta sea la explicación que hace, para muchos, más aceptable dicha intuición, esta sospecha de lo divino tras el cosmos que nos circunda, más aún que las mismas pruebas (que no dejan de encontrar oponentes). El corazón del hombre “barrunta” de alguna manera la presencia real de Dios y se experimenta a sí mismo envuelto en ella, en un Dios misterio que le sobrepasa y le trasciende, toda vez que lo envuelve y lo penetra también. El raciocinio hace de Dios un objeto a dilucidar; este latido interno y natural lo presiente, en cambio, en la inmanencia de nuestro humano existir.
*Es por esto que no son pocos los que consideran insuficientes los argumentos racionales. Nuestra inteligencia no puede, no debe prescindir de ellos, pero si desea llegar a buen puerto necesita la aportación fecunda de la luminosa fe, la complicidad de una honradez moral (sin la cual la razón se detiene o se extravía), así como la pureza en su intención, por la que se encamine, decididamente, a la verdad. Se requiere una personal y decidida decisión, y entonces empiezan a ser válidas las pruebas: éstas son siempre justificaciones a posteriori de aquellas supremas (y anteriores) decisiones. Dado que el ser humano es un mosaico sumamente complejo, en el que sus diversas facultades se conectan y articulan, nada es autónomo o indiferente para el conjunto personal. El entendimiento y la voluntad, los sentidos y la razón, cuerpo y alma, constituyen una misteriosa y completa unidad: esa del yo individual que constituye nuestra propia identidad. En este microcosmos que somos cada uno, también la vida moral interviene: la virtud o el vicio contribuye u obstaculiza el discurso que busca la verdad o el apetito que persigue el auténtico bien.
*Digamos, para concluir, que no cabe plantear una deducción del ser divino, pues si existe, es la suprema realidad, y esta no se desprende de nada anterior, antes bien, todo depende de ella. El humano proceder, en su reflexión acerca del ser de Dios, no tiene más remedio que partir de las cosas que tenemos a la mano, incluida nuestra propia existencia. Sea la reflexión metafísica acerca del cosmos, sea la reflexión metafísica acerca del ser humano, una y otra son las vías que pueden entreabrir al hombre su itinerario para llegar, de alguna manera, al ser de Dios.