*Hemos expuesto en los textos anteriores los principales argumentos que algunos pensadores cristianos han desarrollado, desde antiguo, para afirmar la existencia de Dios, por la sola luz de la razón natural. Es verdad que cada uno de ellos, por separado, puede no ser totalmente eficaz, o que no siempre consiga su finalidad cuando se expone a una persona no creyente y éste no queda convencido. Pero no menos verdad es que, todos ellos en conjunto, pueden ser válidos en la reflexión de alguien que, movido por un deseo recto de saber y con una intención pura, se pregunta por el sentido último de las cosas, del mundo y de sí mismo. De este modo se convierten en pistas o senderos racionales que acercan a Dios, aunque éste permanezca en su trascendencia invisible. Gracias a los efectos podemos remontarnos a las causas y, detrás de todas ellas, si no conocer claramente, sí podemos intuir al menos la Primera y Principal de todas ellas: la Causa Divina.
*Pero es imposible que la inteligencia humana descubra que algo (o alguien) exista sin poder decir, al mismo tiempo, algo de cómo es su realidad íntima. Así, por ejemplo, cuando descubrimos que existe una fruta determinada, aunque no la hayamos visto ni probado, aprendemos no sólo que existe, sino que es una fruta, y que tiene tales o cuales propiedades; ciertamente si la vemos o comemos, la conoceremos mejor. O cuando oímos el nombre de una ciudad o país que no hemos visitado, no sólo aprendemos un nombre más, sino que, al saber de su existencia en el mundo, también podemos descubrir alguna de sus características, por pobre que sea este conocimiento mientras no lo visitemos personalmente. Pues algo así sucede con Dios: cuando el hombre que se pregunta e investiga, llega a afirmar la existencia divina (y esto puede suceder, sin haber recibido el don de la fe, como hemos explicado ya), al hacerlo descubre también alguno de los atributos o cualidades de Dios, es decir, de cómo es y cómo actúa.
*Esto no significa, ciertamente, que nosotros podemos conocer “las entrañas” del misterio de Dios, como si fuera un problema accesible al entendimiento humano que nosotros resolvemos. Quienes han pensado así, han terminado por reducir la realidad de Dios a una imagen antropomórfica, o sea, según la medida del propio hombre, pensando que cuanto de él decimos es fiel reflejo de su realidad.
*Claro que tampoco significa esto que cuanto podemos saber y aprender de Dios (lo que descubrimos al final de los argumentos que hemos analizado) nada tenga que ver con su realidad, sumamente trascendente. Quienes han pensado así han alejado tanto a Dios del mundo y del hombre que han terminado por callar acerca de él, o por confesar que nada podemos decir válidamente de su ser. El agnosticismo, que vemos tantas veces a nuestro alrededor, es la consecuencia de esta postura: como a Dios no lo vemos y está tan lejos de nosotros, lo mejor que podemos hacer frente a este problema es darle la espalda, callar o ignorarlo.
*Existe una actitud equilibrada entre ambas: ni a Dios lo comprendemos perfectamente (Dios es siempre mayor que nuestros pensamientos), ni tampoco hemos de renunciar a tener noción alguna de su realidad, por pobre y sencilla que sea (Dios se muestra –como el artista en sus obras de arte- en las cosas y en las personas, que participan de su ser). Por eso, en Santo Tomás de Aquino encontramos un camino que nos lleva por tres escalones o grados antes de decir algo, con sentido, acerca del ser divino: como las perfecciones de Dios brillan en el reflejo que descubrimos en el mundo, podemos atribuírselas sin miedo alguno; eso sí, al hacerlo, tendremos que negarle todos los límites e imperfecciones que esas mismas perfecciones tienen cuando se realizan en nosotros o en la naturaleza que nos rodea; al final, tendremos que confesar abiertamente que Dios posee todas esas perfecciones pero en grado supremo o eminente. Esto nos permite conocer y hablar, con sentido, de Dios y, a la vez, nos aporta la modestia y humildad suficientes como para que nuestra razón no se engría por encima de sus capacidades reales.