No sólo la antiquísima tradición de las procesiones de Semana Santa, sino incluso el ancestral fenómeno social de las manifestaciones y las aclamaciones públicas, tienen su principal paradigma histórico en la Entrada de Jesús en Jerusalén. Jesús entra con humildad, en un asno. Es aclamado como rey, como el esperado de los tiempos para colmar todas las expectativas del pueblo de Israel. Poco después de ser aclamado, le insultan, le flagelan, le torturan, le colocan una corona de espinas, lo escupen, y se ríen de Él. ¿Y si así hacen con el leño verde, que no harán con el seco?
Entrar en Jerusalén es fácil. Acudir a una procesión, dejarse llevar por el aroma del silencio, seguir el paso que nos habla del invariable ritmo de la vida, es fácil. Lo arriesgado es traspasar la puerta, y entrar de verdad en el misterio al que ese paso apunta. La liturgia de estos días es esa puerta, la puerta del sentido a nuestras alegrías y esperanzas, pero antes a nuestras angustias y tristezas.
Monseñor Carlos Osoro, arzobispo de Madrid, nos lo ha anunciado de un modo muy hermoso: la Semana Santa “te permite encontrar lo que estas buscando, te lleva a abrir el corazón y ponerlo a buen recaudo”, y “te brinda la oportunidad de sumergir tu vida en los acontecimientos centrales que un ser humano necesita: ser salvado por y con amor, querido incondicionalmente”.