¿Qué significa para cada uno de nosotros, y para todos los hombres, que Cristo haya resucitado?
Que el Amor de Dios tiene para siempre la última palabra: los cristianos no creemos ni en el sometimiento del mundo al imperio del mal, ni en el absurdo de la dependencia del azar, ni en dos fuerzas espirituales contrapuestas niveladas, sino en el triunfo del Amor en la historia, que es de salvación.
Que el Nuevo Adán ha vencido al pecado, al dolor y a la muerte, y los ha convertido en perdón, en esperanza, y en vida eterna.
Que todos los que escuchen el anuncio del kerigma (“Cristo ha resucitado, y es primicia de la resurrección de quienes sean salvados por él”) están inexorablemente sometidos a tomar una decisión en su vida: o creerlo o no creerlo, porque en ello se dirime, a la postre, el sentido, el valor y el destino de la vida.
Que los que hayamos recibido el don de la fe y a pesar de nuestro pecado la hayamos libremente abrazado, sabemos que sólo en el reconocimiento de Cristo Resucitado podemos ser libres, podemos ser felices, y podemos serlo para siempre.
Que su presencia no nos deja caer en la trampa de la autosuficiencia humana, porque su amor nos persigue en su palabra, en sus sacramentos, y en los hermanos, sobre todo en aquellos en los que vemos más claramente el rostro de su soledad y de su pasión con las que nos redimió.
Y que además, está de tal modo unida nuestra vida a él, que a pesar de que le olvidemos y de que a veces vivamos como si él no hubiese muerto y resucitado para darnos la vida plena, la vida eterna, si llegase el momento, estaríamos dispuestos a dar la vida por confesar su nombre.
Entonces, ¿a qué esta llamada nuestra vida habiendo resucitado Cristo?
Estamos llamados, como nos dice San Pablo, a buscar los bienes de arriba: nuestra felicidad no está en las cosas de abajo (bienes, honores, placeres, etc…), sino en las cosas de arriba: el bien máximo que es Cristo mismo, el amor verdadero que es el suyo: acogiéndolo y compartiéndolo con los demás, y la única dignidad verdadera de ser hijos de Dios incorporados a Cristo para siempre.
Y estamos llamados a vivir con el Resucitado la pasión por el hombre (“tanto amó Dios al mundo que le entregó a su propio hijo”), amado, redimido, resucitado en Cristo: pasión por esta humanidad que busca a Dios y a su amor hasta el día final en el que el Padre recapitule todas las cosas en Cristo Resucitado.
Sólo nos queda en este día elevar una elocuente oración de al Resucitado, tomada de Gómez Escorial, especialmente en este tiempo que estamos viviendo, porque cese toda violencia:
“Te quiero pedir, Señor Resucitado, por la paz en el mundo, porque no siga ni la guerra, ni el terrorismo. Que el diálogo sustituya a las armas y el amor a la violencia. Esto, hoy, parece, Señor Jesús, una utopía, pero también a algunos, ahora hace dos mil años, tu Resurrección les pareció una utopía. Y no era otra cosa que una victoria definitiva sobre la muerte que es lo que hoy necesitamos. La muerte exhibe su aguijón en demasiados lugares y no, precisamente, como final de un ciclo biológico. Es la muerte producida por el desamor, la injusticia y la opresión. Te quiero pedir, Jesús Resucitado, la esperanza de que se cumplan las profecías pacificas de Isaías vive en nosotros. Sabemos que un día será así y que las lanzas serán podaderas y que la serpiente venenosa jugará con el niño pequeño. Estamos seguros de que la paz, el amor y la felicidad reinarán un día con nosotros. El Reino puede construirse en este tiempo real y ese Reino llegará si nosotros somos capaces de creer que tú, Señor, has resucitado. Nuestra fragilidad necesita de tu ayuda, de tu fuerza y de tu amor. No nos abandones. Ni permitas que jamás nos separemos de ti”.